El mapa de los anhelos(47)
Y hay más. Hay mucho más. Tengo un nudo en la garganta cuando muevo las manos y dejo los pechos al descubierto: peque?os y con los pezones rosados, parecen colgar inertes. Y las axilas sin depilar contrastan con la piel blanquecina. No tiene un aspecto de porcelana, sino lechoso. Jamás he logrado que adquiera un tono dorado; permanece impasible al verano. Pero es mi piel. Es mía. Lo comprendo en este instante, mientras repaso las estrías que la surcan y cada imperfección que encuentro en el camino. Me detengo en una cicatriz que tengo en la rodilla. Me la hice a los siete a?os al caerme de la bicicleta. Me quedé lloriqueando en la acera hasta que una vecina me vio y avisó al abuelo, que estaba trabajando en el taller de casa. Me dieron dos puntos de sutura. Recuerdo que me daba miedo la aguja y pregunté por mis padres, pero mamá estaba en el hospital y a él no lograron localizarlo hasta dos horas más tarde.
Llevo veintidós a?os dentro de este cuerpo, pero nunca me había mirado así, fijándome en cada detalle, aprendiéndome centímetro a centímetro y siendo consciente de que me pertenece. Dos piernas que pueden moverse. Unos órganos sanos. Las líneas de la mano que se entrecruzan. El blanco puro de los ojos. Las u?as cóncavas y estrechas. La piel seca de los codos. La zona genital cubierta de vello. Las rodillas huesudas. Los labios rojizos en contraste con la palidez del rostro. Los dientes, con las palas separadas. Todo, todo, todo. Cada rincón olvidado, cada parte que he rechazado en alguna ocasión. ?Cuántas veces he pensado ?esto no me gusta?? ?Cuántas veces he evitado mirarme? ?Cuántas veces he buscado fuera lo que tenía delante…?
Porque en este momento comprendo que hay belleza en mí.
Es una belleza imperfecta y rara y llena de ideas desordenadas, pero es. Y no sé si será mejor o peor que un cuadro de Monet o una flor abriéndose o un atardecer, pero me pertenece y voy a pasar el resto de mi vida junto a estos ojos y esta nariz y esta boca.
Hasta que alzo la mano hacia mi mejilla no me percato de que estoy llorando. Las lágrimas caen y, como la lluvia, la suavidad da paso a una tormenta incontenible.
Sollozo y me abrazo.
Sollozo y sollozo hasta que la puerta se abre de golpe y mi madre aparece en el umbral con el rostro contraído en una mueca de terror. El llanto no cesa cuando se agacha a mi lado y me zarandea por los hombros y me grita algo que no entiendo.
—Grace, Grace, Grace.
La belleza puede ser demoledora.
—?Grace! ?Te has hecho da?o?
Y entonces la entiendo. Con los ojos irritados, veo a mi madre buscando algún signo en mi cuerpo desnudo. ?Un tobillo torcido tras una caída tonta, quizá? ?Un dolor agudo e inexplicable en la zona abdominal que sea una se?al de algo más?
—No me duele ahí, mamá.
—?Dónde, entonces?
—Dentro. La herida está dentro.
Tarda unos instantes en comprender.
Hay alivio en su mirada. Pero se entremezcla con algo parecido a la impotencia. Luego, sus brazos me rodean y vuelvo a llorar, las dos lo hacemos, pero esta vez lo hago con ella a mi lado, sentadas en el suelo de la habitación, aún delante del espejo.
También hay belleza en este abrazo.
19
La ni?a más feliz del mundo
Tenía siete a?os cuando cogí la varicela.
Las erupciones brotaron por toda la piel y luego dieron lugar a peque?as ampollas con líquido. Mi madre se fue con Lucy a casa del abuelo para evitar que se contagiase; solían hacerlo cada vez que me resfriaba, porque cualquier infección leve podía poner en jaque su delicado sistema inmunitario, de manera que me quedaba a solas con papá. Recuerdo que en aquella ocasión me dolía la cabeza, tenía fiebre, escalofríos y me picaba todo el cuerpo, pero, pese a todo, fue una semana genial.
Me dejó comer helado. No fui al colegio. Y vimos películas de dibujos animados. El tercer día, acurrucados en el sofá mientras lamía una piruleta de fresa, le dije: —Papá, no quiero curarme nunca.
—Grace, no vuelvas a decir eso.
—?Por qué? Lucy no tiene que ir a clase y siempre está con vosotros. Me da igual que me pique, me rasco y ya está —concluí tras frotar una de las erupciones.
Tengo grabada en la memoria la expresión confusa y llena de tristeza de mi padre. Dudó, sé que dudó. Probablemente se preguntó si valía la pena explicarme la diferencia o dejarlo correr. Al final, me dio un beso en la cabeza y luego se levantó, fue a por el ungüento que nos habían preparado en la farmacia y comenzó a extenderlo con delicadeza por mi piel para calmar el picor y el dolor.
Y yo fui la ni?a más feliz del mundo.
20
Siéntate en esta butaca
Mi madre no ha dicho ni una sola palabra desde que salimos de Ink Lake. Aún me cuesta creer que haya accedido a acompa?arme, pero sus defensas se tambalearon la noche que encontré la belleza. Cuando logramos calmarnos, bajamos a la cocina para preparar una infusión. Ya era de madrugada y no se oía nada fuera, la calle estaba desierta. Me senté a la mesa y esperé mientras ella colaba las hierbas y servía dos tazas.