El mapa de los anhelos(45)


—?No! No, qué va. —Las palabras salen un poco bruscas y atropelladas porque no quiero que el abuelo tenga que acortar sus vacaciones y menos por mí. Se supone que soy adulta, no debería ser una preocupación para él ni para nadie—. Tú relájate.

—?Cómo está tu madre?

—A ratos —contesto de forma ambigua.

—Ya.

—Oye, abuelo.

—Dime.

—?Qué es para ti la belleza?

—La belleza… —Toma aire y hace una pausa—. Es un concepto que va cambiando con el paso de los a?os. Ahora mismo, creo que se resume en una tarde sentado en una silla con una ca?a de pescar en una mano, una cerveza en la otra y poder contemplar a las gaviotas sobrevolando el mar.

—No está mal.

—Tengo que colgar, Grace. Si necesitas cualquier cosa, llámame. Y recuerda pasar por casa para regar las plantas ahora que se acerca el calor. —Luego a?ade—: Por cierto, enhorabuena por lo del carné de conducir, ?ya era hora!

Termino de guardar la ropa en el armario tras colgar.

Después, vuelvo a echarle un vistazo a la postal de El beso de Klimt y reflexiono sobre las palabras del abuelo Henry. Quizá la clave está en lo que acaba de decir. Puede que buscar la belleza en el arte sea algo demasiado obvio y deba ir más allá.

El mundo sobre el que camino.

La magnífica forma de un caracol o de los insectos, el esqueleto membranoso de las hojas de los árboles, el aroma a tierra o a mar, estar en la cima de un acantilado, ver revolotear los copos de nieve antes de que se asienten sobre el suelo blanquecino, alzar una lámina fina de hielo hacia el sol y contemplar los destellos de luz iridiscente…

Me pongo las Converse y bajo las escaleras de dos en dos.

—?Ocurre algo? —Papá acaba de llegar a casa.

—No. ?Me dejarías tu coche?

—?Adónde vas?

Me sorprende que le interese.

—Aún no estoy segura…

—Grace…

—Pero no le haré ni un rasgu?o.

—Está bien. —Se saca las llaves del bolsillo y me las da—. Ve con cuidado. ?Dónde está tu madre? —Se?alo el piso de arriba porque la última vez que la vi dormía en la habitación—. ?Sabes si ha comido?

Niego con la cabeza y él suspira hondo.

Mientras monto en el coche y me abrocho el cinturón de seguridad, me pregunto si alguna vez ha intentado hablar en serio con ella. No estoy segura. Ni siquiera soy capaz de imaginármelos manteniendo una conversación que no esté formada por monosílabos (?Cómo consiguieron ponerse de acuerdo para el entierro de Lucy? ?Comentaron algo sobre los acabados del ataúd, la frase de la lápida, etcétera?). Yo lo intenté durante los primeros dos meses, igual que el abuelo. ?Mamá, creo que necesitas ayuda?, una y otra vez. Pero, al final, tras varios ?Déjame, por favor? y ?Estoy perfectamente? llegó un inesperado ?Cállate, Grace? que fue tan brutal y seco, tan hiriente y punzante, que consiguió que me rindiese y tirase la toalla.



Avanzo despacio con el coche. Sigue aterrándome la idea de hacerle da?o a alguien, pero creo que se me da bastante bien manejar el volante. Aparco al lado de la hamburguesería y luego contemplo el parque de caravanas.

Recuerdo el corto camino para llegar hasta la suya.

No es hasta que estoy delante de su puerta cuando me pregunto qué hago aquí exactamente. ?Y si la idea le parece ridícula? ?Y si no le interesa en absoluto todo esto del juego y solo cumple con su papel porque se apiada de una chica muerta y de otra perdida? ?Y si hay alguien más junto a él en el interior de la caravana?

Nunca me había planteado antes esa posibilidad y, al hacerlo, descubro que tiene un sabor amargo. Lo cierto es que no he hablado de eso con Will. Ni sobre muchas otras cosas. Todo lo que sé sobre él son brochazos aquí y allá que me esfuerzo por unir para formar un boceto que pueda entender.

Arrepentida, tomo aire y giro sobre mis talones sin llegar a llamar. Pero, entonces, la puerta se abre de golpe y Will aparece en el umbral.

—?Grace? ?Qué estás haciendo aquí?

—Ya sabes, pasaba por la zona… —Me muerdo el labio inferior ante su penetrante mirada—. Y había pensado que quizá te apetecería acompa?arme a un sitio. Si no estás haciendo nada. O si no has quedado ya con alguien.

—?Qué sitio?

—Es un secreto.

Will entorna los ojos.

—Dame un minuto.

Desaparece dentro y me quedo allí esperando hasta que vuelve a salir con una camiseta distinta y de un blanco impoluto que contrasta con el verde de sus ojos. No pregunta nada más antes de seguirme hasta el coche y montar de copiloto.

—Me gusta esto de no conducir —dice cuando dejamos atrás Ink Lake, y se pasa el resto del trayecto con la vista clavada en su ventanilla.

Sigo un camino ascendente que rodea una peque?a colina que queda a unos veinte minutos de distancia. Cuando salimos del coche, me estremece pensar que no hay nadie en varias millas a la redonda. El terreno es rocoso y en lo alto el viento es más frío. Andamos hasta encontrar una piedra plana que sobresale y nos sentamos. Desde allí se ve todo el paisaje. Las hectáreas de maíz y soja. Las granjas. Los ranchos. El contorno de la ciudad adormecida, que parece una maqueta allá a lo lejos.

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