El mapa de los anhelos(46)



—?Qué hacemos aquí? —pregunta.

—Ir en busca de la belleza.

él respira hondo y asiente. Probablemente su silencio, ese espacio que él siempre ofrece y que me ayuda a expandirme, es lo que me anima a hablarle del contenido de la carta de Lucy, de mi pared y de lo que intento hallar.

—?Y has encontrado lo que querías?

—Todavía tiene que atardecer…

—Vale.

—?Te importa si esperamos?

—No. Me parece bien.

Permanecemos callados mientras el sol desciende despacio delante de nosotros. Es bonito. Todo esto que nos rodea debería calificarse sin duda como algo ?bello?, pero no noto el tirón en el estómago que esperaba sentir, así que creo que no puede ser lo que estoy buscando. Sin embargo, me gusta este silencio compartido con Will. él está sentado a mi lado, mientras la hora dorada nos envuelve con su haz de luz anaranjada, y tiene las manos apoyadas sobre la superficie de la roca. Me pregunto qué ocurriría si moviese un poco mis dedos y acariciase los suyos. Me pregunto si entonces sí se me encogería el estómago. Me pregunto si su piel seguiría siendo tan cálida como la semana pasada. Y me pregunto si él apartaría la mano cuando lo rozase.

Llevo en el bolsillo la amatista que Lucy dejó en la casilla del juego y no dejo de acariciarla con la yema de los dedos, repasando el contorno irregular como si en las aristas buscase las respuestas que no han llegado como una revelación durante el atardecer.

Pensativo, Will mantiene la vista fija en el horizonte hasta que el cielo empieza a tornarse de un azul cobalto y la luna menguante aparece en lo alto.

—Deberíamos irnos antes de que anochezca del todo.

—Tienes razón. Aunque se está bien aquí —digo.

—Sí.

Will se tumba y contempla el manto de oscuridad que va ci?éndose sobre nosotros. Lo imito poco después y nos quedamos allí otro rato más sin decir apenas nada. Las luces de un avión parpadean allá en lo alto y me pregunto hacia dónde irán todos los pasajeros y cómo es posible que para mí este lugar donde he crecido sea tan importante, todo lo que conozco hasta la fecha, y para ellos tan solo un tramo más de tierra que atravesar y dejar atrás para llegar a su verdadero destino. Ese hecho, estúpido y ridículo, me golpea con fuerza. Tan solo confirma la irrelevancia de mi existencia. Ya no hay nadie a quien salvar. No hay nadie. Y me siento diminuta e invisible en este mundo que gira y gira y gira…

La oscuridad es total cuando nos levantamos.

No sé si Will se ha quedado dormido o si tenía los ojos cerrados mientras estaba tumbado sobre la roca, pero al montar en el coche parece estar perdido en sus propios pensamientos. ?Qué habrá dentro de su cabeza? ?Cómo sería poder ir de excursión por los pliegues de su cerebro y contemplar todas las ideas enmara?adas que contienen?

—Enciende las luces largas —me pide.

Palpo con los dedos intentando dar con el botón correcto, pero solo consigo que se muevan los limpiaparabrisas; no estoy acostumbrada a llevar este coche.

—Mierda.

—?Puedo?

—Claro, sí.

Will se inclina hacia mí y toca algo que ilumina la carretera recta por la que circulamos. Continúo conduciendo hasta Ink Lake y me desvío hacia el parque de caravanas. Paro en la zona del aparcamiento, pero dejo el coche encendido.

él me mira. Permanece tan inexpresivo como de costumbre y las sombras de la noche juegan entre el ángulo de su nariz, las pesta?as y el mentón marcado. Su rostro está lleno de carreteras inexploradas y me encantaría recorrerlas con la punta del dedo hasta aprendérmelo de memoria. Will coge aire antes de preguntarme: —?Has encontrado lo que estabas buscando?

—Creo que no. Pero gracias por acompa?arme.

—Me ha venido bien. Necesitaba tomar el aire.

—?Algo que te atormente? —medio bromeo.

El ronroneo del motor y la oscuridad nos envuelven. Veo que los dedos de Will juguetean con la manivela de la puerta, pero no la abre todavía. Cuando se gira hacia mí, ha dejado de parecer imperturbable y lo único que queda es el vacío.

—Demasiado tiempo conmigo mismo —dice.

Luego, baja del coche y se pierde en la penumbra.

Enciendo la radio de camino a casa y, al llegar, me meto en la ducha. El agua caliente cae y me desentumece los músculos. Cierro los ojos. Pienso en Will y en las cosas que conozco y no conozco de él. ?Qué pesa más? Por un instante, todo alrededor es morado hasta que vuelvo a contemplar los azulejos grises salpicados de gotitas.

Me envuelvo en una toalla y voy a mi habitación. La palabra ?belleza? sigue persiguiéndome cuando enciendo la luz de la lamparita para buscar un pijama en el armario. La toalla cae y, de refilón, veo mi desnudez en el espejo alargado de la pared.

Me acerco al reflejo a paso lento. La chica que me devuelve la mirada parece asustada. Como si desease calmarla, me siento frente a ella.

Y la miro.

Me miro.

Deslizo los dedos por la melena oscura que se desliza hasta los hombros con un corte recto. Observo esos ojos temerosos que preguntan qué estoy haciendo. Veo constelaciones de pecas en torno a la nariz afilada y me acerco más y más al espejo, hasta casi tocarlo, y encuentro poros y manchas en la piel, diminutos granos en la zona de la barbilla y un lunar bajo la clavícula. Me aparto el pelo tras las orejas para liberarlas; siempre he intentado esconderlas porque las veía grandes y feas. Pero gracias a ellas puedo oír canciones y el canto de los pájaros y el murmullo de la lluvia.

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