El mapa de los anhelos(49)



—?Qué sabrás tú de todo eso?

La voz punzante que pronuncia esas palabras pertenece a mi madre, que está sentada a mi lado con el rostro crispado y los hombros tensos.

Lejos de mostrarse ofendida, Faith le dirige una mirada compasiva.

—Soy psicóloga y…

—Eso no implica que puedas imaginar lo que se siente —le tiembla la voz.

—Soy psicóloga y perdí a mi hija Tessa días antes de que cumpliese los doce a?os. Por eso creé este grupo. Porque el dolor puede ser solitario.

El silencio que se instala en la sala es ensordecedor, hasta que mamá lo rompe con una especie de aullido inhumano. Es tan agudo que me remueve por dentro y tengo que sujetarme a los reposabrazos de la silla para no levantarme y huir. Luego, estalla en un sollozo que resulta violento, y Faith se acerca y la abraza como si fuese una ni?a. Le acaricia el pelo, le seca las mejillas. Los demás se unen al momento ofreciendo pa?uelos, un vasito de agua, palabras de consuelo y suspiros comprensivos.

La escena me parece tan desgarradora como hermosa.

La sesión prosigue cuando mi madre vuelve a serenarse, pero sé que algo ha cambiado en ella, como si al dejar salir las lágrimas se hubiese vaciado un poco por dentro. Y, aunque no dice gran cosa, asiente con la cabeza cuando hablan los demás y escucha con atención. Puedo imaginar cómo se siente porque lo he vivido. Este grupo es como una butaca antigua de estampado floreado que no parece valiosa tras el primer vistazo, pero cuando te sientas en ella descubres que es comodísima, que el respaldo abraza la zona de los ri?ones y que quieres quedarte durante toda la tarde.

Las manecillas del reloj que cuelga de la pared se alinean en lo alto cuando todos nos ponemos en pie. Faith le pregunta a mi madre si tiene prisa o pueden hablar a solas, y yo la animo a que lo haga diciéndole que estaré esperándola en la cafetería que hace esquina y está un poco más abajo, al final de la calle.

Me acomodo en el sitio que solía ocupar Will hasta que fui capaz de venir por mi cuenta con el coche. No debería echarlo de menos, pero lo hago. Me gustaba poder contemplarlo a través del cristal antes de empujar la puerta para entrar. Siempre parecía muy concentrado, muy metido en su propio mundo, muy aislado de todo.

Pido una porción de tarta de zanahoria y un café.

Hay algo siniestro en mi obsesión por este postre: tengo antojo de él desde que Olivia desapareció de mi vida. Era su tarta preferida. Los sabores y los olores son capaces de evocar recuerdos con una claridad increíble. Y a mí el pastel de zanahoria me trae los ratos que compartimos en el colegio apartadas de todos los demás, a la chica de las ideas distintas y a la chica que vestía con telas de colores. También la primera vez que probé la ginebra y los cigarrillos o la noche que fui a su casa de madrugada para contarle lo decepcionante que había sido perder la virginidad en el interior de un coche con Jerry Delton. Lo mucho que me alegré el día que me regaló esa sudadera vieja que soy incapaz de tirar porque sé que cosió cada retal de tonos lilas y morados con sus propias manos. O lo placentero que resultaba poder compartir con alguien confidencias y silencios.

Si todavía siguiésemos siendo amigas, le hablaría de Will.

Le contaría que últimamente pienso mucho en él. Demasiado. Que, al meterme en la cama por las noches, veo su rostro difuso e intento recordar cada línea y marca para volverlo más nítido en mi cabeza. Que no me basta con saber que le gusta la pasta con una ingente cantidad de queso, la astronomía, los días soleados, la música rock, la purpurina, la escalada o leer, porque sé que eso es solo el prólogo de una historia larga y de varios tomos que desconozco y que Will mantiene guardada a buen recaudo.

Miro el móvil y deslizo la punta del dedo por la lista de contactos hasta el nombre de Olivia. Ahí está, tan accesible y tan lejos al mismo tiempo. Podría apretarlo y dejar que sonase, pero no soy capaz de enfrentarme a otro rechazo.

Así que bajo más, hasta la ?W?.

Grace: Ha ido mejor de lo esperado.

Le conté días atrás que mi madre había accedido a acompa?arme a la siguiente sesión. Su respuesta no tarda en llegar.

Will: Me alegro. ?Tú estás bien?

Grace: Sí, ocupando tu sitio.

Le mando una fotografía de la tarta de zanahoria y el café.

Will: ?Haces algo este fin de semana?

Grace: No, ?por qué?

Will: Deberíamos ir pensando en abrir la siguiente casilla. Trabajo las dos noches, pero podemos quedar un poco antes. O pásate por el pub, los viernes no suele acudir mucha gente a primera hora.

Grace: Vale. ?Puedo hacerte una pregunta?

Will: ?Acaso tengo escapatoria?

Grace: ?Qué estudiaste en la universidad?

Will: Por fin una cuestión fácil: Derecho.

Grace: ?Tradición familiar?

Will. No. Me gustaba.

Grace: Vaya.

Will: ?Te sorprende?

Grace: Imaginaba algo como Literatura. O Arquitectura, quizá. Pero lo imprevisible siempre es más divertido.

Dejo el móvil. Cojo otro trozo de pastel de zanahoria. Mastico mientras pienso en qué me hubiese gustado estudiar a mí de haberme planteado alguna vez ir a la universidad. La idea aparece un segundo después, clara y brillante, como un latigazo, pero, en lugar de abrazarla, me apresuro a dejarla a un lado y empiezo a pensar en todo lo que nunca haré. Porque no haré eso. No iré a la universidad para estudiar eso. Como tampoco seré cazadora de nubes. O bailarina. No me haré cargo de una estación meteorológica. No montaré una sombrerería ni seré farera en algún lugar perdido y solitario.

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