El mapa de los anhelos(43)



Asiento con la cabeza y él se incorpora. Me resulta fascinante que haya pasado tantas horas en vela, probablemente sin poder leer hasta el amanecer, en lugar de despertarme o pedirme que le hiciese un hueco en la cama. Compruebo que había sitio para los dos mientras estiro un poco las sábanas, todavía algo confusa, y luego contemplo el interior de la caravana bajo la luz del día. Tiene su encanto. Peque?as partículas brillan bajo los rayos del sol y extiendo una mano hacia ellas.

—Will…

—Dime.

Está concentrado en el café que ha empezado a borbotear.

—?Podría verlo? ?Podría ver el juego de Lucy? Por favor.

Me mira vacilante antes de sacudir la cabeza y apagar la cafetera. No ha contestado, pero se dirige hacia la cama, mete la mano debajo y coge la caja dorada.

—Te lo ense?aré.

La abre y saca un rectángulo de madera que, en un primer momento, se parece a un dominó, solo que es más ancho, grande y, en lugar de tener un compartimento, posee peque?as casillas numeradas con una tapa que se abre hacia arriba.

—Vamos por la cinco. Dentro de cada casilla hay un papel. A veces se indica algo y en otras ocasiones tan solo hay un número que enlaza con la carta correspondiente.

Me ense?a el contenido de la caja más grande y veo varias cartas cerradas y atadas delicadamente con un cordel marrón. Will las aparta a un lado cuando advierte el deseo que me invade. Los dos sabemos que la paciencia y la contención no son mi punto fuerte. Quizá para distraerme, coge un papel que hay al lado y lo abre.

Luego, lee en voz alta:

—?Estas son las instrucciones: solo se puede continuar avanzando con una casilla sin cumplir?.

—?Qué quiere decir eso?

—Que podemos seguir jugando a pesar de no haber completado la casilla del patinaje sobre hielo, pero ya no tenemos margen de error.

—?Y qué más?

—?Las casillas deben abrirse siguiendo el orden indicado por los números. El ritmo del juego lo marcará el mensajero?. Es decir, yo. —Will levanta la vista un instante—. ?El mensajero no debe leer las cartas que entrega. En el caso de que la jugadora quisiese abandonar antes de tiempo, se abriría directamente la última casilla?.

Deslizo un dedo a lo largo del juego de madera; imagino al abuelo lijando los bordes con mimo y a Lucy pensando en el contenido de cada peque?a casilla.

—Una noche hablamos sobre si la vida estaba sobrevalorada. Y ella dijo que, a fin de cuentas, es un juego que tan solo consiste en lanzar un dado y ver qué números te tocan. —Trago saliva y omito las partes que me esfuerzo por olvidar, cuando el final estaba cerca y Lucy sentía tanto dolor que ya ni siquiera quería probar suerte.

—Tenía razón. Más o menos.

—?Algo concreto que objetar?

—Si tiras el dado demasiado fuerte, puede que se salga del tablero y termine perdido debajo de algún sofá cogiendo polvo.

Sonrío y él también lo hace. Después, deja la cajita de madera a un lado y sirve los dos cafés. Cojo el mío y permanezco allí de pie sin saber muy bien dónde acomodarme, a pesar de que he pasado la noche en este mismo lugar durmiendo profundamente.

—Lucy se divertía a veces con los juegos de azar, pero prefería los de estrategia. Sus favoritos eran el Risk, el ajedrez y, si tenía un mal día, el Cluedo.

—?Y a ti?

—El Scrabble, sin duda.

El poder que tienen las palabras siempre me ha fascinado. Una palabra puede soldar o destruir, invocar el odio o el amor, regalar alegría o tristeza. De hecho, pienso que faltan expresiones más concretas para ciertas cosas. ?Existe algún término para referirse a los hilitos que sobresalen de la ropa? ?O al momento exacto en el que dos personas están a punto de besarse? ?O para remarcar las últimas palabras dichas antes de morir?

—Se me ha ocurrido que quizá sea una buena ocasión para abrir la siguiente casilla —dice Will de pronto, tras darle un sorbo al café y lamerse el labio inferior—. Si quieres, hazlo tú. Levántala y yo me encargo del resto.

—De acuerdo, mensajero —bromeo.

Cojo la tapita de madera y la abro con delicadeza. En el interior hay un papel enrollado y una piedra que conozco bien porque un día fue mía: es una amatista de un tono intenso por su alta composición en hierro. Fue un regalo que me hizo el abuelo y que, a?os más tarde, le di a Lucy. Tenía unos once o doce a?os y estaba convencida de que ese peque?o tesoro era mágico y podría curarla.

La sostengo entre el índice y el pulgar.

—?Te dice algo? —pregunta Will.

—Sí. ?Qué pone en el papel?

él lo desenrolla despacio y lee:

—?Dale a Grace la carta seis?.

Se gira, desata el cordel y va pasando una a una las cartas. La mayoría son lilas, que son las mías, pero hay algunas de un tono morado más intenso, una roja y un par de un azul pálido. Will me tiende el sobre correspondiente y luego vuelve a meter el juego debajo de la cama. Lo hace con una delicadeza que me empa?a la vista.

Me guardo la carta en el bolsillo para leerla más tarde.

—Te llevaré a casa —se ofrece él.

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