Cuando no queden más estrellas que contar(78)



—Que el ni?o no era mío.

Me llevé una mano al pecho de forma inconsciente.

—?Y de quién es?

—Ni lo sé ni me importa —replicó con rabia—. Fue un palo muy gordo, no te haces una idea. Aunque eso no parecía importarle a nadie porque, además de confiado y cornudo, pensaron que también era gilipollas y que seguiría adelante con la boda, criaría al hijo de otro y agacharía la cabeza para mantener las apariencias.

—Pero no lo hiciste —constaté.

—No. Reuní el poco amor propio que me quedaba y me largué ese mismo día. No he vuelto a hablar con ninguno de ellos y no tengo intención de hacerlo.

—Siento mucho que tuvieras que pasar por eso, Lucas.

Forzó una sonrisa con la que intentaba aparentar que estaba bien, pero yo sabía que no era así. Había levantado la costra y hurgado en la herida. Una herida profunda que continuaba infectada.

Me dio un beso rápido en los labios. Se puso en pie y salió de la ba?era.

—Paso a buscarte luego, ?vale? —me dijo mientras se cubría las caderas con una toalla.

—Vale.

Continué un rato más en la ba?era después de que Lucas se marchara, y pensé en todo lo que me había contado. Me resultaba difícil entender cómo alguien que parecía tan seguro de sí mismo, tan entero y fuerte, había permitido esas relaciones abusivas. A mis ojos lo eran. Lo habían manipulado, enga?ado, condicionado y hasta amenazado, y lo había aguantado todo sin respirar. Hasta que no tuvo más remedio que reaccionar para no desaparecer por completo.

Pero ?quién era yo para juzgar?

Había estado igual de ciega con mi propia familia. Con mi abuela. Matías siempre había insistido en que ella no me trataba bien. Que no era una cuestión de ser más o menos amable o cari?osa. Autoritaria o severa. Según él, Olga me humillaba con sus desprecios y me hacía sentir insignificante sin ningún motivo.

Y nadie merece que lo traten de ese modo. Nadie.

En ese preciso momento, me di cuenta de que Lucas y yo éramos como dos espejos, y había tenido que ver mi reflejo en él para aceptar que el amor que duele, el que da?a, no es amor.





39




Eran poco más de las nueve cuando llamaron a la puerta. Dejé a un lado el bol de palomitas y bajé el volumen de la tele. Después fui a abrir.

—?Hola! —exclamé con efusividad al encontrar a Giulio al otro lado.

—Hola, perdona si te molesto...

—No, tranquilo. ?Necesitas algo?

—Estaba en el jardín, a punto de irme, cuando he visto la luz encendida. —Enfundó las manos en los bolsillos de sus vaqueros—. Oye, todos se han marchado al pueblo para ver los fuegos. ?No quieres venir?

—Sí, ya he quedado con Lucas. Vendrá a buscarme cuando acabe su turno.

—Para eso aún faltan un par de horas. ?Por qué no te vienes conmigo? Voy al restaurante, nos reuniremos allí con los demás para tomar algo.

Asentí con una sonrisa enorme y creo que hasta di un par de saltitos.

—Sí, so-solo necesito un minuto.

Corrí al ba?o y me lavé los dientes a toda prisa. Después me cepillé el pelo, me apliqué un poco de perfume y troté hasta mi habitación para ponerme las sandalias. Las busqué por todas partes, hasta que recordé que me las había quitado en el cuarto de Lucas. Regresé al salón y encontré a Giulio mirando a su alrededor con ojos curiosos.

—No tardo nada.

—Sin prisa —dijo él.

Entré en el cuarto y vi las sandalias junto a la cama. Metí los pies dando trompicones y salí.

Giulio me contempló con una sonrisita.

—?Qué?

—Nada —respondió mientras se encogía de hombros.

Le sostuve la mirada y me eché a reír.

—Es justo lo que parece.

—Hace días que lo sé —respondió entre risas.

—?Sí?

—Me fijo en los detalles.

—?Y te parece bien? —No sé por qué se me ocurrió hacerle esa pregunta. No tenía ningún sentido, y menos para él.

—?Que Lucas y tú estéis juntos? —Encogió un hombro—. No tiene por qué parecerme mal.

—Sí, claro. —Cogí mi bolso del perchero y guardé dentro las llaves—. Ya podemos irnos.

Había tanta gente en la terraza del restaurante que nos costó unos minutos abrirnos camino hasta el interior. Giulio fue en busca de Dante y yo me quedé en la puerta. Vi a Lucas mucho antes de que él se percatara de mi presencia. Iba de un extremo a otro de la barra, sirviendo copas, abriendo botellines y recogiendo vasos. Su cara mostraba una sonrisita perenne y yo me descubrí con ganas de mordérsela.

Una chica se acercó a pedirle algo, él se inclinó hacia delante para escucharla por encima del bullicio y, en ese instante, sus ojos tropezaron con los míos. Entornó los párpados y un mohín travieso curvó su boca. Mi cuerpo se agitó como si estuviera lleno de burbujas, que explotaban una tras otra.

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