Cuando no queden más estrellas que contar(44)
—Hola. —Me puse de pie y me sacudí los pantalones—. Son muy bonitas. ?Necesitas ayuda con eso?
Hizo una mueca.
—Pues ya que lo dices. —Me apresuré a coger el cesto y lo sostuve con las dos manos—. Suelo venir casi todas las ma?anas a recoger limones. A mis nietos les gusta la limonada casera. —Se pasó la mano por la frente—. Hace calor. ?Te importa si regresamos?
—Claro que no.
Nos adentramos en el limonar.
—A mi abuelo también le gustaba hacer limonada casera —dije en voz baja.
—?Le gustaba? ?El hombre ha fallecido?
—?No, él está bien! —El rostro de Catalina se relajó—. Perdió la vista hace un par de a?os por la diabetes y dejó de hacer muchas cosas.
—?Qué desgracia!
—Fue un duro golpe para él, pero ahora está mucho mejor. No es de los que se rinden.
Ella ladeó la cabeza y me miró sin perder la sonrisa. Me di cuenta de que curvaba los labios del mismo modo que Giulio. El lado derecho siempre tiraba un poco más hacia arriba.
—Os lleváis muy bien, ?verdad? —me preguntó. Sonreí y sacudí la cabeza con un sí—. Se nota.
—He crecido con él y lo quiero muchísimo. Es como un padre para mí.
—?Te has criado con tu abuelo?
—Y con mi abuela. Ellos se han ocupado de mí desde que nací.
Ella asintió y se abrazó la cintura mientras caminaba.
—?Puedo preguntarte qué ocurrió con tus padres?
—?Con mis padres? —susurré sorprendida. Hablar con Catalina era tan fácil que había empezado a contarle mi vida sin ser consciente de que lo hacía—. En realidad, nada... No sé...
Las palabras me faltaban. Se me atascaban. Catalina alargó el brazo y me colocó un mechón de pelo tras la oreja. Yo aparté la mirada, como el que esconde un secreto y trata de evitar que lo descubran.
—No tienes que contarme nada si no quieres. Solo soy una vieja curiosa que pregunta demasiado.
—No es eso. —La sensación de ahogo creció dentro de mi pecho—. No sé quién es mi padre, porque mi madre tampoco lo sabe. Ella me dejó a cargo de mis abuelos cuando yo tenía cuatro a?os, y no la he visto mucho desde entonces. No hay más.
?Se puede decir la verdad y mentir al mismo tiempo? Sí, yo lo estaba haciendo, y me avergonzaba.
—Siento que haya sido así, pero ?sabes una cosa? Lo importante es crecer rodeados de amor, porque eso es lo único que de verdad necesitamos. Sentirnos arropados, protegidos y queridos. Además, crecer con una abuela tiene una gran ventaja, siempre consienten más. ?Que se lo digan a mis nietos! —exclamó con un aire teatral.
Me reí con ella y el corazón me dio una sacudida cuando me rodeó los hombros con su brazo.
—Tus nietos tienen suerte de tenerte. Eres una buena persona.
Estudió mi rostro y tuve la certeza de que notó algo en mí, porque su voz sonó cautelosa:
—?Y cómo es tu abuela?
Tragué saliva, incómoda.
—Olga es... No sé, es... —No quería decir nada malo de ella, pero tampoco encontraba algo bueno que destacar—. No sé, Olga es... Olga.
Su brazo me apretó con más fuerza.
—No te preocupes, cuando a mí me preguntaban por mis maridos, que en paz descansen los dos, solo alcanzaba a decir que eran unos hombres muy limpios. ?Te imaginas? ?Limpios! Cuando ambos eran tan maravillosos que podría haber escrito un libro sobre cada uno.
—?Murieron los dos? Lo siento.
—Sí, he enviudado dos veces. Desde entonces, ningún hombre del pueblo quiere salir conmigo. —Suspiró divertida—. Verás...
Y así, paseando entre limoneros y cigarras, Catalina me habló de los dos hombres que habían marcado su vida. De Vincenzo, su primer y gran amor. Un hombre de carácter arrollador, impulsivo y pasional, con el que vivió una intensa historia a la que un problema cardíaco puso fin demasiado pronto. De él solo le quedó su recuerdo y un hijo maravilloso, Giulio.
A?os más tarde, en su camino se cruzó Alonzo, y volvió a sentir emociones que ya creía imposibles. Durante treinta a?os compartieron un amor dulce y sereno, y de esa unión nació su segunda hija, ángela. Me confesó que, aunque ya habían pasado tres a?os desde su muerte, seguía conservando su ropa en el armario. Y que todas las noches abría sus puertas y olía sus camisas antes de irse a dormir.
Y así, a través de sus palabras, me mostró retazos de su vida. Me permitió conocerla más. Y me hizo desear, con ganas desesperadas, que esa historia también fuese un poco mía. Sentirme una consecuencia de algo tan especial, por muy idílico o estúpido que sonase.
21
Vencer mi timidez y salir de la casa me costó casi una hora, todo el tiempo que había pasado pegada a la ventana, escuchando las voces que ascendían desde el jardín. Llevaba cuatro días en Sorrento. Cuatro días en los que no había dejado de sentirme una intrusa, durante los cuales pensé un centenar de veces en largarme y olvidarme de todo.