Cuando no queden más estrellas que contar(112)
Me quedé en silencio, incapaz de decir nada. Era la primera vez que mi abuelo hablaba de esa forma tan cruda. Tan arrepentido. También fue la primera vez que miré más allá de mis sentimientos hacia él. De su afecto, de los abrazos y el consuelo que me había dado siempre. Vi al hombre que había cerrado los ojos en lugar de abrirlos y sentí cosas. Cosas malas, que me hicieron apretar los dientes y los pu?os. Cosas que nunca antes había sentido con tanta claridad.
Mi respiración se aceleró mientras lo observaba. El culpable es el que te da?a, pero el que se queda mirando mientras te lastiman también es responsable. Sobre todo, si su actitud perpetúa una situación y la convierte en costumbre, si deja que el tiempo normalice las conductas.
Inspiré hondo, culparlo a esas alturas no iba a solucionar nada. Además, estaba cansada de cargar con tanto peso. Necesitaba soltarlo y no a?adir más. Perdonar por mí.
Alargué mi mano y la coloqué sobre la suya.
—?Le has dicho a mi madre todo esto?
—No, no me escucharía.
—Hazlo, por ella y por ti. Pero, sobre todo, por ella.
Asintió con la cabeza y esbozó una triste sonrisa.
De repente, la puerta se abrió y entraron mis tíos y sus otros dos hijos. Mi abuela los seguía y todos se quedaron parados unos instantes al verme. Nos saludamos con cierta tensión, que se fue disipando en cuanto les dije que solo pasaba por allí de visita y que me marcharía pronto.
Ni siquiera me molesté por esa reacción.
Había dejado de importarme.
Ser familia no es una garantía de amor incondicional. La sangre solo es un tejido vivo. Plasma que corre por nuestras venas y nos mantiene vivos. Cualquier cualidad emocional no es más que una quimera. Me había costado comprenderlo y, en parte, ser testigo de la relación que Lucas mantenía con su familia me había hecho darme cuenta de las cadenas que me habían mantenido atada a la mía.
No compensaba dar tanto a cambio de nada. Sufrir por merecer. Sacrificar por un imposible. Ceder por chantaje. Mendigar algo que se siente o no se siente y, cuando existe, no hay que pedirlo, está ahí. Te lo ofrecen porque es lo natural, sale de dentro.
Me invitaron a comer por compromiso y, aun así, acepté para poder estar un poco más de tiempo con mi abuelo. También con Iván. Era un buen tío. Nos intercambiamos los números de teléfono y me animó a llamarlo cada vez que quisiera, ya fuera para saber de mi abuelo o, simplemente, para conversar.
Mi abuela apenas despegó los labios en todo el tiempo que estuve allí. Me ignoraba adrede. Esta vez no me importó. El problema no era mío, ahora lo sabía. Pensé en Catalina, en ángela, Marco y los ni?os. En Mónica, Julia y Roi. En Giulio... Pese a lo mal que había terminado todo, entre ellos me sentí parte de una familia, y no tenían nada que ver con las personas que me rodeaban en ese momento.
Yo tampoco tenía nada que ver.
Cuando terminó la comida, Iván se ofreció a llevarme a la estación.
Me despedí de mi abuelo y del resto de la familia, que continuaron en el porche tomando café. Yo me dirigí a la entrada, mientras mi primo subía a su habitación para cambiarse de ropa.
Esperé junto a la puerta.
Lo primero que capté fue su perfume. Intenso y pesado. Se ponía tanto que ese aroma se fijaba a su piel y la envolvía como una nube que nunca se disipaba. El aire se tornó gélido a mi alrededor. La casa entera pareció congelarse. Y yo me encogí como una peque?a pelota de plástico que vacían de golpe. Una reacción visceral que me obligué a controlar. Ella ya no tenía ese poder sobre mí.
—?A qué has venido? Porque ya he comprobado que no ha sido para pedirme perdón.
Tragué saliva y me volví para mirarla. No sé por qué, pero me pareció mucho más peque?a. Más frágil. Más mayor. Como si los cuatro meses que llevaba sin verla hubieran pasado más rápido por ella.
—He venido a ver a mi abuelo. Quería saber cómo se encontraba y hablar con él. No tenía muchas más alternativas.
—No es apropiado presentarse en una casa ajena sin antes llamar.
—?Y darte la oportunidad de buscar una excusa que me impida venir? No, gracias.
—No me hables con esa altanería, Maya.
—?De verdad has creído por un segundo que estoy aquí para pedirte perdón? No tengo razones por las que disculparme. Yo nunca te he hecho nada malo.
—?Nada malo? Has sido una desagradecida que nunca ha valorado lo que yo...
—Yo. Yo. Yo... ?Para de una vez! Nunca fuiste tú, nunca se trató de ti, sino de mí. Mi vida. Mi carrera. Mi esfuerzo.
—?Cómo puedes decir eso?
—Porque es la verdad. Te adue?aste de mí como si fuese una cosa, que rompías y arreglabas a tu antojo. ?Qué clase de persona trata a otra como tú me tratabas a mí? Una que es cruel y mala.
—?Qué acabas de llamarme?
—El abuelo siempre te disculpaba. Me decía que si hubiera visto cómo era tu familia, el ambiente en el que te habías criado, te entendería. Y yo me lo creía y te perdonaba por los gritos, las humillaciones y los castigos. Me esforzaba para ser mucho mejor, pero ya no. Se acabó. ?Sabes por qué? Porque yo he crecido contigo y, aun así, soy una buena persona incapaz de hacer da?o a nadie de forma deliberada. No tienes excusa.