Cuando no queden más estrellas que contar(111)
Una vez fuera, me acerqué a la parada de taxis.
Quince minutos más tarde, me encontraba frente a la casa de mis tíos, en una urbanización a las afueras, junto a la playa. Llamé al interfono de la puerta y esperé. La portezuela de hierro se abrió manualmente y el rostro de mi primo asomó por el hueco.
—?Sí?
—Hola, Iván.
—?Ostras, Maya! —Abrió la puerta de golpe y me miró de arriba abajo como si le costara creer que yo estuviera allí de verdad—. Casi no te reconozco.
—Ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos la última vez.
—A?os. Has crecido.
—Y tú. He venido a ver al abuelo, ?puedo entrar?
—Claro, pasa. —Se hizo a un lado y yo penetré en el jardín que rodeaba la casa de dos plantas. Apartó de una patada la manguera que cruzaba el caminito hasta la entrada—. Ten cuidado y no tropieces. Ven, hace un rato estaba en el porche de atrás. Se sienta allí a escuchar la radio.
—Sí, en casa también lo hacía, se pasaba las horas pegado a la radio.
Me miró de reojo y sonrió.
—Te veo bien.
—Gracias. Tú estás genial.
Se encogió de hombros mientras me conducía a través de la planta baja hasta la cocina.
—No me puedo quejar. Voy a casarme, ?te lo han dicho?
—La verdad es que no hablo mucho con la familia.
—Ya, no te preocupes. —Asintió varias veces, como si me diera la razón sobre algo—. Mi novia se llama Elena, nos conocimos durante unas prácticas en el hospital. Trabajo en el laboratorio, ?sabes? —Negué con la cabeza, eso también lo desconocía. En realidad, apenas sabía nada sobre ninguno de ellos. Aunque Iván siempre me había parecido majo y ahora mis impresiones se confirmaban—. Aún no tenemos fecha para la boda, pero será la próxima primavera.
—Eso es genial, felicidades.
—Gracias. ?Vendrás?
—?Me estás invitando?
—Somos primos. ?Claro!
Miré a mi alrededor: la casa estaba en silencio y no parecía que hubiera nadie más.
—?No están tus padres ni... la abuela?
—Están todos en el mercadillo de Teulada.
Salimos al porche y el olor a hierba mojada y a mar me colmó el olfato. Descubrí a mi abuelo sentado en un sillón de mimbre, junto a una mesa. Se me encogió el corazón.
—Abuelo, tienes visita.
—?Visita?
—Hola, abuelo.
Se enderezó de golpe y volvió la cabeza en nuestra dirección.
—?Maya? Maya, ?eres tú?
Corrí a su encuentro y me arrodillé a su lado.
—Hola, ?qué tal estás? —pregunté casi sin voz.
Se le humedecieron los ojos al tiempo que levantaba las manos y las acercaba a mi rostro. Se las sujeté y las apoyé en mis mejillas.
—?Ay, mi ni?a! ?Cuánto tiempo! No puedo creer que estés aquí de verdad.
—Siento mucho no haber venido antes... y no llamar. Ella no solía cogerme el teléfono y dejé de intentarlo.
—Lo sé, no pasa nada. ?Tú estás bien?
—Sí.
—Siéntate a mi lado y cuéntame qué has hecho durante estos meses.
Miré a mi primo y él me sonrió. Se?aló la cocina.
—Voy a por algo de picar, ?te apetece?
Asentí, estaba muerta de hambre. Después coloqué otro sillón junto al de mi abuelo y me senté. Nos cogimos de las manos. Iván no tardó en regresar con café, zumo y unas tostadas. Se unió a nosotros durante un rato y luego volvió a sus tareas en el jardín.
Entonces, mi abuelo comenzó a hacerme preguntas y yo traté de responder con toda la sinceridad que pude. Omití cosas, muchas cosas. No quería preocuparlo, ni tenía sentido a esas alturas.
—?Hablas con ella? —le pregunté.
—Casi nada, con el único que tiene contacto es con tu tío Yoan. Ella suele llamar uno o dos domingos al mes, cuando sabe que está aquí, y entonces puedo saludarla durante unos segundos. Poco más. —Hizo una pausa y entrelazó las manos sobre la mantita que le cubría las piernas—. Nunca me perdonará, y la entiendo.
—No digas eso.
—A ti también te entiendo.
—Abuelo...
—Es verdad, no la protegí. Sabía que nada de lo que pasaba en mi casa estaba bien y nunca hice nada. Las madres cuidan de los hijos, así eran las cosas entonces, y yo las aceptaba porque era el hombre. O por comodidad, no lo sé. —Se inclinó hacia delante y palpó la radio hasta dar con el volumen. Lo bajó y continuó—: Los ni?os eran responsabilidad de Olga. Yo pasaba todo el día trabajando y, cuando volvía a casa, solo quería cenar tranquilo, ver la tele con mi mujer y pensar que mis hijos eran felices y no les faltaba de nada. Y Andrey y Yoan lo eran, pero solo ellos. Mi Daria no, y me daba cuenta cada vez que la miraba. Nos sentábamos a la mesa y ella ni siquiera comía lo mismo que los demás, y yo lo permitía. Del mismo modo que consentía que, con solo diez a?os, cada fin de semana madrugara para bailar, mientras sus hermanos dormían hasta tarde, salían a jugar y vivían como ni?os normales. Daria nunca pudo y se apagó poco a poco, como la llama de una vela que se consume. Como después te apagaste tú.