Cuando no queden más estrellas que contar(107)



—?Quieres que te diga lo que de verdad entiendo de todo esto? —me preguntó. Dije que sí con un gesto y me limpié la nariz en la manga—. Tienes razón, Lucas debe resolver muchas cosas para poder seguir adelante, y solo él puede hacerlo. Pero a ti te ocurre lo mismo, Maya.

—?Qué quieres decir?

—Que tú también debes resolver muchas cosas para avanzar, y hasta que te liberes de todo ese peso que llevas sobre los hombros, no podrás estar con Lucas ni con nadie. él no es tu salvavidas, ni tú el suyo, ?comprendes? Tenéis que nadar solos o llegará un día en el que os ahogaréis el uno al otro.

—?Y cómo lo hago? ?Cómo me libero de esto? —lloré al tiempo que me golpeaba el pecho frustrada.

—Siendo valiente, Maya. Y también egoísta. Deja de agachar la cabeza solo porque los demás te lo digan. Haz preguntas. Grita. Exige. Enfádate. Estalla. Deja salir todo lo que has estado tragando y conteniendo.

Me giré y lo miré a los ojos. Sabía lo que estaba haciendo. Me empujaba hacia el borde de un precipicio al que nunca había tenido el valor de acercarme. Y allí, entre sus brazos, mientras le secaba las lágrimas y él limpiaba las mías con sus dedos, supe que tenía razón y que ese era el único camino.

Ir hacia atrás.

Regresar al principio.

Por mucho que me asustara golpear esa pared.

Por mucho que quisiera quedarme.

Porque ya me estaba ahogando.

Porque empezaba a odiarlo tanto como lo quería, y no lo merecía.

él no.

Aunque marcharme significara volver cuando no quedaran más estrellas que contar.





59




Encontré a Lucas sentado en el sofá. Vestía uno de sus trajes y esa ma?ana se había puesto corbata. A sus pies estaba su maletín. Eran casi las diez y seguía allí, esperándome, supuse. Parecía tan perdido. Tan vulnerable. Y eso fue lo peor de todo. Darme cuenta de que, sin pretenderlo, yo también lo estaba manipulando con mi actitud y mi malestar. Convirtiéndome en una opción más entre las que se veía obligado a elegir.

No era justo para ninguno de los dos.

Nuestro mundo había perdido el equilibrio y ya no éramos capaces de gestionarlo. Sorrento había sido un sue?o maravilloso, que nos empe?amos en mantener vivo en un Madrid repleto de fantasmas y recuerdos como manchas imborrables.

Un espejismo.

Una fantasía que se hacía pedazos.

Tragué saliva para aflojar el nudo que me ahogaba y entré en el salón.

Lucas alzó los ojos de sus manos y me miró. No dijo nada. Silencio. Por su parte y por la mía. Un silencio doloroso. Atronador. Entonces, cogió el maletín y se puso en pie.

—Tengo que irme —susurró al pasar por mi lado—. Solo te esperaba para asegurarme de que estás bien.

—Estoy bien. Siento haberte preocupado.

Se detuvo y se dio la vuelta para mirarme. Inspiró hondo. Estaba enfadado, lo notaba por la forma en que fruncía el ce?o y apretaba los dientes. Del mismo modo que él sabía que yo continuaba cabreada. En el fondo de mi alma también supe que acabaríamos haciéndonos da?o, si no encontrábamos una manera de comunicarnos.

Se acercó a mí y bajó la barbilla para mirarme a los ojos. A mí me costó un mundo sostenerle la mirada. Me envolvía con ella. Se colaba por todas mis grietas. Llenaba los vacíos y abría otros huecos, más oscuros, más profundos.

Cerró los ojos y apoyó su frente en la mía.

El corazón me retumbaba en el pecho.

—Tenemos que hablar, Maya.

—Deberíamos.

—Hoy trabajo hasta las tres y después tengo que acompa?ar a mi padre a una revisión. Volveré sobre las seis. ?Estarás aquí?

—Sí.

—Vale —susurró sin disimular el alivio que le causaba mi respuesta.

Sus dedos se clavaron en mi cintura.

Su aliento me acariciaba la boca.

Sus labios casi rozaban los míos.

Un millón de sue?os, desperdigados a nuestro alrededor.

Un segundo. Dos. Tres...

Ciertos momentos deberían ser eternos.





60




él no regresó a las seis. Ni a las siete. Ni a las ocho.

Durante todo ese tiempo, tuvo el teléfono apagado.

Colgué cuando volvió a saltar el buzón de voz y me hundí en el sofá. No sé cuántas se?ales más necesitaba para reaccionar. Para asumir que, por mucho que me importara Lucas, no era nuestro momento.

Quizá no lo fuera nunca.

Quizá nunca lo fue.

Tenía miedo y entre esas paredes me sentía más atrapada que nunca.

Y sola. Muy sola.

De pronto, mi teléfono sonó.

—?Dónde estás? —pregunté casi sin voz.

—Lo siento, lo siento, lo siento... No me he dado cuenta de que la batería se había agotado.

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