Cuando no queden más estrellas que contar(104)



—?A qué hora es el concierto? —me interesé.

—A las once y media —contestó con un suspiro.

—Pareces nervioso.

—Me pongo histérico siempre que vamos a tocar. Suerte que una vez en el escenario se me pasa.

Un camarero se acercó y nos tomó nota.

—?Y cómo se llama vuestro grupo? No recuerdo si lo mencionaste la otra noche —dijo Lucas.

—Bad Sirens.

—?Y ya tenéis algún disco?

—No, qué va. Solo tenemos una demo con cinco temas que grabamos este verano. La subimos a Spotify, Apple Music, Deezer... —El teléfono de Lucas comenzó a sonar—. Y está funcionando bastante bien, la verdad. Así que igual nos lanzamos con un álbum. Estamos componiendo más canciones.

Lucas le echó un vistazo al móvil, que continuaba sonando con insistencia.

—Perdonad —se disculpó mientras se ponía de pie.

Se alejó unos pasos y yo lo seguí con la mirada. Forcé una sonrisa y miré a Rubén.

—?Suena genial! —exclamé. Coloqué mi mano sobre la suya y le di un ligero apretón—. Gracias por invitarnos.

—De nada, espero que os guste. Si no, podéis recurrir a los tapones, como Matías.

—??Qué?! No me puse tapones, me encanta vuestra música —replicó mi amigo.

—Serás mentiroso —saltó Rubén. Se inclinó hacia mí como si fuese a contarme un secreto—. Luego se le olvidó quitárselos y pensé que se había quedado sordo por el volumen de los altavoces. Menudo susto.

Rompí a reír al ver la falsa expresión de culpabilidad de Matías.

Lucas regresó a la mesa justo cuando el camarero nos servía la cena.

—?Todo bien? —le pregunté en voz baja.

—Sí, era mi madre. No estaba segura de cuál es la medicación que debe tomar mi padre antes de dormir.

Le dediqué una sonrisa y empezamos a cenar.

El teléfono de Lucas no permanecía en silencio más de diez minutos y, a cada rato que pasaba, yo me sentía más y más incómoda. Sobre todo, por Matías y Rubén, que comenzaron a lanzarse miraditas que acababan convergiendo en mí.

Faltaba media hora para que empezase el concierto cuando pedimos la cuenta.

La sala estaba a unos doscientos metros de la plaza y caminamos hasta allí sin prisa. Encontramos a decenas de personas en la puerta y dentro no cabía un alfiler. Rubén nos acompa?ó hasta la barra. Le dijo algo al camarero mientras nos se?alaba y después desapareció entre la multitud en dirección al escenario, donde su grupo preparaba los instrumentos.

El camarero pasó un trapo por la barra y nos sirvió unas bebidas.

La música estaba alta y costaba hablar con tanta gente alrededor. Lucas me rodeó los hombros con el brazo y me dio un beso en la sien. Yo escondí la nariz en su cuello, me encantaba hacerlo y oler su piel. Me gustaba su aroma. Me gustaba su sabor. Me gustaba sentir su pulso en la mejilla.

De pronto, se hizo a un lado y coló la mano en el bolsillo de su cazadora. Sacó el teléfono y pude ver en la pantalla una sola palabra: ?Mamá?.

—Vuelvo enseguida.

—Vale —dije con la boca peque?a.

—?Va todo bien? —me preguntó Matías en cuanto Lucas se alejó hacia la salida.

—Es su madre.

—?Joder, estoy flipando mucho! ?Cuántas veces le ha sonado el teléfono esta noche?

Negué con la cabeza. Ya había perdido la cuenta.

La voz del cantante sonó a través de los bafles y los gritos del público se convirtieron en un murmullo.

—?Qué tal estáis? Somos Bad Sirens y esperamos que esta noche lo paséis de puta madre con nosotros.

Los compases del primer tema tronaron en el local. Matías me cogió de la mano y nos acercamos al escenario. La gente bebía y bailaba a nuestro alrededor. Un grupo de chicas comenzó a tararear el estribillo y Matías puso los ojos en blanco cuando una de ellas gritó el nombre de Rubén.

Me reí con él.

Sentí unas manos alrededor de mi cintura y unos labios en mi mejilla. Apoyé la espalda en el pecho de Lucas y nos mecimos al ritmo de un tema un poco más lento. Me di la vuelta entre sus brazos. Nos miramos y él me regaló una media sonrisa. Posó su frente en la mía y continuamos bailando. Su boca, a escasa distancia de la mía.

Un segundo. Dos. Tres...

Me besó.

Temblé cuando su lengua se enredó con la mía. Cuando sus dedos se colaron bajo mi jersey y me rozaron la piel. Me sostenía con tanta fuerza que nuestros cuerpos habrían podido fundirse si presionaba un poco más. Y allí, en ese instante, todo dejó de importarme. Solo nosotros y las sensaciones que nos hacían dar vueltas.

Hasta que su jodido teléfono vibró a través de la ropa.

Una vez. Dos. Tres...

Resopló y le echó un vistazo a la pantalla. Mis ojos captaron el nombre que aparecía: ?Claudia?.

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