Cuando no queden más estrellas que contar(105)
Lo guardó.
Cuatro. Cinco. Seis...
—Hostia puta —masculló exasperado.
Lo sacó otra vez del bolsillo.
Yo no entendía cómo no lo había apagado todavía. Solo tenía que hacer un gesto. Uno tan sencillo como pulsar un botón. Un maldito botón.
Lo miré a los ojos enfadada, y él me devolvió una mirada suplicante.
—Apágalo —le pedí.
—Puede que me llame por mi padre. Solo... Solo será un momento —gritó por encima de la música.
Se dio la vuelta y se alejó entre la gente.
Esta vez lo seguí.
Me abrí paso como pude hasta alcanzar la calle. Lo busqué con la mirada y lo encontré a una decena de metros, con la cabeza apoyada en la pared de una tienda y el teléfono pegado a la oreja.
—?Y qué esperas que haga yo? —preguntaba—. Joder, Claudia, si tiene fiebre, pilla un taxi y llévalo a urgencias... Llama a tus padres... Lo siento mucho, pero no puedo... Yo no he dicho que no me importe... ?No estoy enfadado con el crío por lo que pasó! ?Cómo puedes decir eso?... No tengo nada contra tu hijo... Tampoco contra ti, ya lo arreglamos. —Empezó a dar golpecitos con la frente en la pared, sin percatarse de mi presencia. A través del auricular podía oír la voz llorosa de una mujer, aunque no entendía lo que decía—. Dios, no llores... Sé que tiene problemas. —Se dio la vuelta y se puso pálido al encontrarme allí—. No soy insensible, es solo que... Sí, dije que intentaríamos ser amigos... De acuerdo... Sí... —No apartó sus ojos de los míos—. Vístelo, no tardo en llegar.
Colgó el teléfono y lo apretó en su mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Una rabia cada vez más intensa me corría por las venas, y ese sentimiento se adue?ó totalmente de mí. Noté un escozor en los ojos que apenas podía contener.
Carraspeé para poder hablar.
—?Te vas?
—Su hijo tiene fiebre alta, sus padres se han marchado al pueblo y ella se ha quedado sola. Está muy nerviosa y preocupada. Le he dicho que no podía, pero...
Alzó los brazos en un gesto de derrota, como si realmente no pudiera hacer otra cosa.
—?Y qué hay del padre de ese ni?o? —inquirí molesta. ?Acaso no se daba cuenta de que toda aquella movida solo tenía un fin? ?De verdad era tan inocente?—. Tiene uno, ?no?
—Se desentendió por completo de él.
—?De verdad vas a ir?
—No quiero, pero...
—Pero ?qué? —exploté sin que me importara parecer insensible.
—?Y si le pasa algo al ni?o?
—No puedes hacerte responsable de todo, Lucas. El mundo entero no depende de ti.
—?Y qué hago, Maya? ?Me lo quito de la cabeza y ya está?
Furiosa, lo taladré con la mirada, y me dolió sentirme así. Enfadarme con él por ser una buena persona. Sin embargo, no era tan sencillo. Al contrario, era una situación complicada. Demasiado compleja.
Nos miramos fijamente en la penumbra de aquella calle, en la que yo solo percibía el temblor de mis manos, el rumor de mi sangre y el ardor que se me agolpaba en las mejillas.
No pensaba pedirle que se quedara.
—De acuerdo, vete.
—Maya... —Me di la vuelta y me encaminé a la entrada del local—. Maya, por favor... Maya, habla conmigo.
Aceleré el paso y me colé a través de la puerta del local antes de que pudiera darme alcance. Casi de inmediato, comenzó a sonar mi teléfono. Era él. Yo sí lo apagué.
58
Me pasé la noche sentada en la cama, incapaz de dormir. Me culpaba por lo que había ocurrido con Lucas unas horas antes y, al mismo tiempo, sentía que tenía motivos más que suficientes para estar cabreada con él.
Decepcionada, dolida y muy triste.
Y estaba cansada de caminar en círculos. De sentirme rara, incómoda en mi propia piel. De esa mezcla de temor, confusión y ansiedad. Un manojo de emociones enredadas que no podía deshacer y que me hacían sentir perdida, como si estuviera presente y a la vez en ninguna parte.
Oí ruidos y voces fuera del dormitorio y me levanté. Abrí la puerta y escuché para asegurarme de que no molestaba. Avancé por el pasillo de aquella casa que no conocía y me asomé a la cocina. Encontré a Matías envuelto en un albornoz y a Rubén, aún en pijama, sentados a la mesa. Conversaban en voz baja, con las cabezas muy juntas y las manos entrelazadas. Se sonreían de un modo que yo comenzaba a envidiar.
—Hola —saludé desde la puerta.
Alzaron la vista y me miraron.
—Hola, mi ni?a. ?Cómo estás? —me preguntó Matías.
Encogí un hombro e hice una mueca triste.
—Vamos, siéntate, no hay nada que el café no arregle —me dijo Rubén mientras se ponía en pie y encendía una cafetera de cápsulas—. ?Con leche?