Cuando no queden más estrellas que contar(115)
Miré a mi madre.
—No tengo adónde ir, y necesito un lugar en el que quedarme unos días.
Una miríada de emociones pasó por sus ojos y la vi dudar.
Durante un instante, creí que iba a cerrar aquella puerta en mis narices y dejarme fuera. Esa posibilidad me hizo cerrar los pu?os y apretar los dientes, porque, ?joder!, ?qué le había hecho yo para que me rechazara de ese modo y durante tanto tiempo?
Entonces, para mi sorpresa, se hizo a un lado y habló por primera vez:
—Pasa.
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Los seguí hasta el salón. Las piernas me pesaban y me dolían los hombros por la tensión del viaje y el peso del equipaje.
—?Dónde puedo dejar las maletas?
—Dámelas, las llevaré a la habitación que tenemos libre —se ofreció Alexis.
Me temblaban tanto las manos que la bolsa se me escurrió de entre los dedos y cayó al suelo con un sonoro golpe. él me dedicó una peque?a sonrisa y la cogió. Luego desapareció por el pasillo con todas mis cosas.
Mi madre y yo permanecimos en el salón. El ambiente entre nosotras estaba cargado de algo tan espeso que casi se podía cortar. Era irrespirable.
De pronto, una puerta se abrió y Guille entró corriendo en el salón, con un pijama estampado con dinosaurios y la boca manchada de pasta de dientes. Frenó al verme y yo le sonreí sin darme cuenta. Tenía el mismo pelo anillado que su padre y la misma piel mestiza, pero sus ojos eran los de mi madre. Más claros incluso. Destacaban en su rostro como dos faros.
—Yo te conozco —dijo con timidez.
—?En serio? —inquirí sorprendida.
—Sí, te llamas Maya.
—?Y cómo me conoces? La última vez que te vi eras un bebé peque?ajo.
Guille sonrió y me mostró una hilera de dientes diminutos. ?Qué guapo era!
—Por las fotos. —Se?aló un mueble y noté que se me aflojaban las rodillas. En uno de los estantes había una decena de fotografías, todas mías, en las que se me veía a distintas edades—. ?Tú me conoces?
Me costaba respirar y al abrir la boca se me escapó un suspiro entrecortado. No sabía qué pensar ni qué creer sobre esas fotografías. No sabía qué significaban. Si eran una posibilidad que creía perdida o una broma cruel. ?No entendía nada!
Miré a mi madre. Ella observaba a su vez a Guille, mientras le pasaba la mano por la cabeza como si lo peinara.
—Claro que te conozco —respondí.
—?Quieres ver mi caja de dinosaurios? Tengo muchos. Mi favorito es el diplodocus.
—Es tarde, Guille, y ma?ana tienes colegio. Ya deberías estar en la cama —dijo mi madre en voz baja.
Guille resopló y se cruzó de brazos, enfadado.
—Hazle caso a tu mamá —le pedí. Puse especial cuidado en esa frase, porque desconocía si ese ni?o era consciente del parentesco que nos unía y no quería confundirlo. Sentí los ojos de mi madre sobre mí y yo a?adí—: Ma?ana podrás ense?arme tus dinosaurios, ?vale?
él se encogió de hombros, un poco más conforme.
—Voy a acostarlo, enseguida vuelvo —susurró ella.
Me acerqué al mueble en cuanto me dejaron sola. Contemplé las fotos con atención y un millón de preguntas surgieron en mi cabeza.
—En el armario guarda un álbum con muchas más —dijo Alexis a mi espalda.
Lo miré y sacudí la cabeza.
—?Por qué? —mi voz sonó mordaz, casi despectiva.
—Es su forma de tenerte cerca. —Se me escapó una risita de desdén y él bajó la mirada, como si estuviera avergonzado—. ?Has cenado? Puedo prepararte un sándwich y un zumo.
Inspiré hondo. Tenía hambre y estaba muy cansada, tanto que notaba un ligero mareo que me obligaba a parpadear y enfocar la vista. Sacudí la cabeza en respuesta a la pregunta. Luego asentí, aceptando la comida.
Me senté en el sofá y contemplé la habitación. Había juguetes por todas partes, ropa doblada en una silla y, sobre una mesa, una caja de costura y un disfraz de espantapájaros a medio coser.
Todo parecía tan normal, tan de verdad.
Era un hogar y olía como tal.
Alexis regresó poco después con la cena. Le di las gracias y empecé a comer con más apetito del que en un principio sentía. Se escucharon risas, que provenían de una de las habitaciones del pasillo. Alexis inclinó un poco la cabeza y sonrió para sí mismo.
—Algunas noches nos cuesta que se duerma —dijo en voz baja.
—Ya.
Tragué el último bocado y apuré el zumo. Podía oír perfectamente la voz de mi madre relatando un cuento, y a Guille dándole la réplica en unos diálogos que parecía saberse de memoria. Noté una punzada aguda en el pecho. Algo feo que no me gustaba, pero que no podía evitar. Esa emoción que se siente hacia una persona que posee algo que debería pertenecerle a uno. A mí.