Cuando no queden más estrellas que contar(117)
Pensé en lo que había dicho sobre cómo perdonar. Fiodora solía dar buenos consejos. Al menos, a mí siempre me habían ayudado. Sin embargo, este no era fácil de seguir. Es difícil asumir que te han hecho da?o, aunque sientas ese dolor cada día. También lo es permitir que duela: nuestra consciencia tiende a protegerse. Se esconde tras un sinfín de capas que mantienen recogidos nuestros pedazos y nos dan una falsa sensación de estar completos. Cuando, en realidad, esos trozos se hacen cada vez más peque?os, tan insignificantes que unirlos de nuevo es imposible.
Yo me sentía como un pu?ado de polvo que espera que el viento lo arrastre y lo esparza. Pero me negaba a desaparecer, y estaba dispuesta a enfrentarme a todos mis miedos con tal de tener una oportunidad para seguir adelante, incluso sola.
—?Recuerdas el último mensaje que te envié?
—Sí —declaró.
—No respondiste.
—Porque no había nada que...
—Encontré tu caja de música y las fotos que escondías en su interior —la interrumpí, al ver que mentirme continuaba siendo su única opción—. En cuanto vi su rostro, lo supe. Me parecía tanto a él que no podía tratarse de una casualidad.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y los cerró con fuerza.
Yo continué hablando, ya no podía ni quería detenerme: —Sé que se llama Giulio, Giulio Dassori. Vive en una villa preciosa en Sorrento, junto a su familia y su marido. Por las ma?anas da clases de buceo y por las tardes dirige una peque?a escuela de ballet. Tiene cuarenta a?os, aunque parece mucho más joven, y un lunar sobre la ceja idéntico al mío. Cuando sonríe, su comisura izquierda se eleva un poco más. Corta las tostadas en cuatro trozos antes de comérselas, y unta la mermelada en primer lugar y luego, la mantequilla. Tiene la risa más franca que he oído nunca y no perdona las mentiras. ?Sabes por qué lo sé? —Mi madre abrió los ojos y me miró. Una mezcla de miedo y resignación brillaba en ellos—. Porque lo he tenido tan cerca como te tengo a ti ahora.
—?Has estado con él todo este tiempo?
—Casi todo.
—?Sabe quién eres?
Asentí. Si me quedaba alguna duda sobre la identidad de Giulio, acababa de disiparse.
—Siempre has jurado que no sabías quién era mi padre, ?por qué?
—Era complicado en ese momento y después... Después la bola se hizo demasiado grande. —Le temblaba la voz. Inspiró hondo un par de veces—. ?Cómo está?
—Bien, tiene una buena vida y es feliz. Pero llegué yo y se lo jodí todo. Supongo que me parezco a ti más de lo que creo.
—Yo nunca le hice da?o a tu padre.
—Ahora sí, a través de mí —le dije con intención de herirla.
Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
—Tenía mis motivos para no decirle la verdad.
—Bueno, da igual, ahora la conoce y pasa completamente de todo. No quiere saber nada de mí.
—?Por qué?
—?Que por qué?
Quería gritarle sin parar. Quería decirle que lo había provocado ella, por ser una mentirosa y jugar con las vidas de otras personas. Demostrarle lo mucho que la culpaba y cuánto resentimiento guardaba contra ella por haber sido la peor madre del mundo. Porque nunca había demostrado interés por nadie, salvo por sí misma, y me había aparcado a un lado para seguir su camino, como el que se deshace de un perro en la carretera.
?Qué madre hace eso?
La mía lo hizo.
No obstante, en lugar de escupir toda esa rabia que me consumía, la decepción y los reproches que guardaba, y que nunca había dejado salir, empecé a contarle lo que había vivido desde que encontré esas fotos.
Según salían las palabras de mi boca, la veía hacerse peque?a y débil ante mis ojos, como si encogiera mientras le hablaba de la vida que había descubierto en Sorrento, de lo feliz que había sido con todas aquellas personas. Con la fantasía de una familia en la que por fin encajaba.
Le hablé de Dante y del malentendido que hizo explotar la burbuja. De la reacción de Giulio y las palabras que dijo antes de desaparecer.
—No podía quedarme allí después de eso —susurré.
Incliné la cabeza hacia delante y me presioné los ojos con los pu?os hasta ver estrellitas. No iba a llorar. Otra vez no.
—Siento que salieran así las cosas.
—Lo hice todo mal desde el principio. Soy un desastre. No importa cuánto me esfuerce, siempre escojo el camino equivocado.
—En eso te pareces a mí.
—Pues vaya mierda —gemí.
Respiré hondo, intentando disipar la desilusión que me abrazaba.
Mi madre se reclinó en la silla con un suspiro entrecortado.
—?Qué quieres de mí, Maya? —preguntó de repente.
Yo parpadeé varias veces y la miré, sorprendida por la pregunta. Me detuve a pensarlo. Había ido hasta allí para quitarme de encima el peso que ella suponía, para desprenderme del lastre que no me dejaba avanzar. El problema era que no tenía claro cómo hacerlo. Qué necesitaba realmente para cerrar esa historia.