Cuando no queden más estrellas que contar(116)



Allí, sentada en aquel sofá, tenía celos de Guille. Una verdad que yo misma me negaba a aceptar. Una realidad que albergaba sentimientos que yo había rechazado hacía mucho, cuando decidí que ella ya no me importaba, que no era nada para mí. Sin embargo, solo era otra mentira que me había contado a mí misma, para mitigar la angustia y la incomprensión por el rechazo y la falta de amor que mi madre me había demostrado.

Había ido hasta allí para ponerle punto final a nuestra historia y quitarme ese peso de encima, convencida de que sería fácil porque, en cierto modo, creía haberla superado. Pero no era así, me sentía como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo, a mi adolescencia, a esos a?os en los que su ausencia fue mucho más dura. En los que no había espacio para otra cosa que no fuese el enfado y el odio que masticaba a todas horas, haciéndome preguntas cuya única respuesta siempre era yo. Yo era el problema que la había hecho huir.

—Estoy muy cansada. Si te parece bien, me iré a dormir.

—Claro, ve. Es la última puerta a la izquierda. El ba?o está justo al lado.

—Gracias.

Recorrí el pasillo en penumbra. A mi derecha había una puerta entreabierta de la que surgía una suave luz. Eché un vistazo al pasar y vi a mi madre y a Guille acurrucados en la cama, tras un cuento de tapas enormes, en cuya cubierta había un dinosaurio.

Entré en la habitación que Alexis me había indicado y encontré allí mis cosas.

Después de pasar por el ba?o, me metí en la cama. Las sábanas estaban frías y se notaba la humedad del ambiente. Me hice un ovillo y cerré los ojos con un doloroso vacío en mi interior. Algo contradictorio, porque el vacío no es nada en sí mismo y no debería doler; pero allí estaba, ocupando todo mi espacio. Colmándome. Retorciéndome las tripas.





67




A la ma?ana siguiente, casi tuve que arrastrarme fuera de la cama. Había pasado la noche en un duermevela, azotado por un sue?o extra?o que se repetía cada vez que cerraba los ojos. En ese sue?o, yo me encontraba sobre un escenario y un foco muy potente me cegaba, impidiendo que viera al público con claridad. Apenas distinguía sus rostros, pero sabía quiénes eran. Estaban todos allí. Mis abuelos, mis tíos, mis primos; Catalina, Giulio, Dante y todas las personas que había conocido en Sorrento; mi madre, Alexis, Guille... Y Lucas.

Todos me miraban mientras yo trataba de hacer una pirueta. Cada vez que lo intentaba, mi rodilla crujía un poco más fuerte, hasta que finalmente se rompía y yo caía al suelo entre gritos de dolor. Ninguno de ellos se movía para auxiliarme, solo me observaban impasibles. Como maniquíes sin vida.

Me costó un buen rato reunir el valor suficiente para abandonar aquel cuarto y enfrentarme a lo que había fuera. No quería, era un signo de debilidad que no me podía permitir; pero me sentía peque?a y vulnerable. Un poco a la deriva.

Salí al pasillo. La casa estaba en silencio y el olor a café flotaba en el ambiente.

Encontré a mi madre sentada a la mesa de la cocina, con la mirada perdida en la ventana. Se giró al notar mi presencia. Tragó saliva y se puso de pie.

—?Estás sola? —pregunté con incomodidad.

—Alexis ha llevado a Guille al colegio. ?Te... Te gusta el café?

—Sí.

—?Quieres tostadas? También hay galletas.

—Solo café, gracias —respondí mientras me sentaba.

Ella asintió y se apresuró a servirme una taza, que luego dejó sobre la mesa. Llenó la suya y se sentó frente a mí. Nos contemplamos. Su expresión era cauta y parecía aturdida. Esperaba a que yo diera el primer paso, pero yo ya no estaba segura de nada, y menos de los motivos que me habían llevado hasta allí.

La observé, me fijé en su pelo, en sus ojos y las arruguitas que los enmarcaban. En la forma de su nariz, sus labios finos y el contorno afilado de sus mejillas. Sus ojos se movían sobre mí del mismo modo, absorbiendo los detalles, y sentí que nos veíamos por primera vez.

—?Cómo se perdona? —Las palabras escaparon de mi boca con vida propia.

Ella comenzó a retorcerse los dedos, nerviosa.

—No lo sé, aún no he podido llegar a ese punto. Fiodora solía decirme que se perdona asumiendo que te han hecho da?o, y permitiendo que duela hasta que ya no sea una excusa para no hacerlo.

—?Sabías que Olga me echó de casa?

—Sí.

—?Durante estos cuatro meses te has preguntado en algún momento qué sería de mí?

—Sí.

—?Y te importaba?

—Sí.

—Pues no es lo que...

—Te llamé y te escribí, varias veces —me interrumpió a la defensiva.

Una sonrisita desde?osa y fría curvó mis labios, que desapareció de inmediato al darme cuenta de que no mentía. Decía la verdad, pero yo no había recibido nada porque la había bloqueado.

Bebí un sorbo de café, sin saber cómo continuar con la conversación. Al mismo tiempo, en mi mente daban vueltas miles de palabras. Quería pronunciarlas todas, pero ninguna de ellas tomaba forma.

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