Cuando no queden más estrellas que contar(114)



Cuando dejaron de temblarme las piernas, busqué un asiento libre junto a la ventana.

Por primera vez desde que lo había apagado esa ma?ana, saqué mi teléfono del bolso y lo encendí.

Aparecieron varias notificaciones y ninguna tenía que ver con Lucas.

Suspiré sin saber cómo me sentía al respecto, perdida en mis propias contradicciones.

?De verdad esperaba que hubiera intentando contactar conmigo después de cómo me había marchado? ?Y para qué, para hacerle más da?o al no responderle y reafirmarme en lo irrevocable de mi decisión?

Quizá una parte de mí lo esperaba, porque necesitaba sentir que le importaba, que no se resignaba como había hecho con todo lo demás.

Se había resignado.

Guardé el teléfono y apoyé la cabeza en la ventana, con la mirada perdida en el paisaje.

Conforme las estaciones iban quedando atrás, me inundaron tantos pensamientos y emociones que no sabía qué hacer con todo ese caos. ?Y si esta era la peor idea que había tenido nunca? Quizá lo fuera, pero ya no tenía nada que perder.

Los campos de cultivo e invernaderos dieron paso a los primeros edificios. Minutos después, el tren se detenía en la última parada: águilas.

Cogí mi equipaje y descendí del vagón. El reloj de la estación marcaba las nueve menos cuarto. Miré al cielo, donde ya podían verse las estrellas, y fui más consciente que nunca de que estaba cometiendo una locura. Para empezar, ni siquiera sabía adónde ir. Lo único que tenía era el nombre del pueblo y unas cuantas fotos robadas de su Instagram. Posiblemente acabaría pasando la noche en alguna playa, pero, en esta ocasión, sin un chico de ojos azules y sonrisa preciosa que me ofreciera su ayuda.

—A Calabardina, por favor —dije al taxista.

—?A qué calle?

—Sí, dame un momento. —Deslicé el dedo por la pantalla del móvil hasta dar con lo que buscaba. Giré el teléfono para que pudiera verlo—. Es aquí.

El taxista, un hombre que debía de rondar los treinta, clavó sus ojos oscuros en la foto. Alzó las cejas, confundido, y se rascó con los nudillos el mentón.

—A ver, Calabardina es bastante grande; no conozco cada calle y cada casa. Sin una dirección...

—Lo entiendo... —Me mordisqueé el labio, nerviosa—. Tengo más, quizá alguna te dé una pista. —Le mostré el resto de fotografías que guardaba y una de ellas llamó su atención. La se?aló—. ?Te suena?

él asintió con una sonrisa.

—Sí, creo que ya sé dónde es.

—?Genial! —exclamé aliviada—. ?Se encuentra muy lejos de aquí?

—A unos doce kilómetros.

Se puso en marcha y yo me dejé caer en el asiento con un suspiro que no logró aplacar la inquietud que me hormigueaba bajo la piel. Dejamos atrás la ciudad y recorrimos una estrecha y solitaria carretera. Poco después, nos adentramos en un pueblecito de calles vacías.

—Creo que es aquí —dijo el taxista.

Observé a través del parabrisas la casa junto a la que nos habíamos detenido. Un edificio adosado de dos plantas, con una escalera exterior y una balaustrada blanca de piedra. Hacía esquina, frente a la playa, y un peque?o muro delimitaba la propiedad. Era idéntica a la de las fotos.

Pagué el trayecto y bajé del coche. El taxista me siguió para sacar el equipaje del maletero. Mi respiración se aceleró mientras me colgaba la bolsa al hombro y cargaba con las dos maletas.

—?Quieres que te espere? Por si acaso —me propuso el chico. Su preocupación me hizo sonreírle. Negué con un gesto. Entonces, él sacó una tarjeta del bolsillo y me la ofreció—. Este es mi número, por si necesitas ir a alguna otra parte.

—Gracias.

—De nada.

Se subió al coche y se alejó calle abajo.

Miré de nuevo la casa, había luz en las ventanas y se atisbaban sombras tras las cortinas.

Cogí aire y empujé la portezuela entreabierta. El corazón me martilleaba con tanta fuerza el pecho que no sentía otra cosa salvo sus latidos. Golpeé la puerta con los nudillos. Tres veces. Esperé. Dentro se oían voces y música de fondo. Unos pasos se acercaron y la puerta se abrió.

Sus ojos grises se clavaron en los míos. Su gesto risue?o se descompuso en uno sorprendido, tenso, asustado. Se quedó inmóvil con la mano sujetando la puerta, sin decir nada. Solo me miraba como si yo fuese una aparición y mi presencia no tuviera ningún sentido.

—Hola, mamá.

—?Quién es? —preguntó su marido tras ella.

Se quedó igual de impactado al verme. Me contempló de arriba abajo y su escrutinio se detuvo en mis maletas. Después colocó su mano sobre el hombro de mi madre, como si tratara de infundirle ánimo.

—Hola, Alexis.

—Maya..., hola.

Bajé la vista a mis pies y me humedecí los labios, nerviosa. No era bienvenida, o eso parecía. No sé qué más esperaba, la verdad. Sin embargo, no me importó gran cosa. Había ido hasta allí por un motivo muy concreto y no pensaba marcharme. Aún no.

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