Cuando no queden más estrellas que contar(122)
—Vale.
Colgué e inspiré hondo varias veces.
Busqué a Guille con la mirada y lo vi correr hacia el paseo que bordeaba la playa, donde distinguí a mi madre. Junto a ella había dos personas. Una saltó a la arena y vino hacia mí. Entorné los párpados y forcé la vista.
De pronto, el corazón me dio un vuelco y un hormigueo doloroso se extendió por mi piel. Me dije a mí misma que lo estaba imaginando, porque no era posible. Sin embargo, conforme se acercaba, su presencia se adue?ó de todo y yo solo podía mirarlo y temblar. Se detuvo frente a mí y sus ojos me recorrieron de arriba abajo. Yo me sentí peque?a, en todos los sentidos, y me rodeé la cintura con los brazos en un acto de protección.
Le había crecido el pelo y ahora le caía arremolinado por la frente. Llevaba una sudadera blanca, que resaltaba el bronceado de su rostro, y unos vaqueros anchos que le colgaban de las caderas.
Sus labios se curvaron en una sonrisa.
—?Sabes? Tu abuelo tenía un lunar idéntico al nuestro, en el mismo lugar. —Levantó la mano y se tocó la ceja con la punta del dedo—. Es curioso, pero, mirando viejas fotos, me he dado cuenta de que te pareces mucho más a él que a mí.
Lo observé nerviosa, con ese nudo que suele anticipar las lágrimas.
—?Qué haces aquí?
—Daria me localizó hace unos días en la escuela. Hemos estado hablando desde entonces.
Todo empezaba a cobrar sentido, mi madre le había hecho venir.
—Ella no debería haberte llamado, y tú no tenías obligación de venir.
—Nadie me ha obligado a venir, Maya. Estoy aquí porque es lo correcto y...
Lo interrumpí con un gesto de impaciencia.
—Tú nunca has querido tener hijos y yo soy lo bastante mayor para arreglármelas por mi cuenta. No tienes que hacer nada de esto, ?vale? No... no hay nada que compensar. Vuelve con tu familia y olvídalo todo.
él dio un paso hacia mí y buscó mi mirada con la suya.
—No me has dejado terminar, Maya. ?Puedo? —Asentí mientras me ruborizaba avergonzada—. Estoy aquí porque es lo correcto y porque quiero.
—Estabas muy enfadado y dolido cuando me marché.
—Me cogió tan de sorpresa que no supe encajarlo. —Alzó la vista al cielo un momento—. Me asusté.
—Fue culpa mía, lo hice todo mal desde el principio. Lo siento mucho.
—No te culpo, Maya. Tú no eres responsable de nada. Ni siquiera puedo imaginar lo difícil que debió de ser para ti.
—Tú tampoco eres responsable de nada.
—No, pero aquí estamos los dos, ?verdad?
Asentí con la cabeza, mientras mi corazón marcaba un ritmo errático. Tragué saliva.
—Espero que no tuvieras problemas con Dante.
—Dante y yo estamos bien. De hecho, ha querido acompa?arme.
Se?aló un punto a su espalda y mi mirada voló hasta el paseo, donde mi madre conversaba con otra persona. Observé de nuevo a Giulio, seguía sin entender qué hacía allí. Tampoco estaba segura de querer averiguarlo, cualquier posibilidad me aterraba.
Nos miramos fijamente, los dos en silencio.
—Lo que dije sobre que no quería tener hijos... —empezó a decir. Me ce?í con más fuerza la cintura y se me saltaron las lágrimas—. No tuve la oportunidad de explicártelo.
—No es necesario que me expliques nada, cada uno es como es.
—No tiene nada que ver con cómo soy. Es más complejo que eso —dijo en voz baja.
Echó a andar hacia una barquita varada en la arena y yo lo seguí. Se apoyó en la popa, de frente al mar, y con un gesto me pidió que me acercara. Me coloqué a su lado, tan cerca que nuestros brazos se tocaban. Ladeé la cabeza y observé su perfil. Aún me parecía mentira que estuviera allí, como si nada, cuando me había convencido a mí misma de que no volvería a verlo nunca más.
El silencio lo absorbió todo durante unos instantes. Entonces, inclinó la cabeza y me miró.
—Mi padre se llamaba Vincenzo y era el mejor hombre del mundo. No había nadie como él y yo lo adoraba. Sé que habrá millones de hijos pensando lo mismo de sus padres, pero es que el mío era especial. No te haces una idea. —Una peque?a risa escapó de sus labios y los míos se curvaron con una sonrisa—. Estaba muy unido a él y quedé destrozado cuando murió. Nunca lo superé. Ese dolor se quedó conmigo y sigue aquí. —Se llevó la mano al pecho y se dio dos golpecitos—. Por eso, un día me prometí a mí mismo que nunca tendría hijos. No porque no los quisiera, sino porque me negaba a darle vida a una persona que un día sufriría tanto por mí como yo lo hacía por mi padre. No me parecía justo causar ese dolor, por mucho que la gente diga que es ley de vida.
Parpadeé sorprendida. ?Esa era la razón? ?No quería causar el sufrimiento que provoca una pérdida? Lo miré como si lo viera por primera vez. Yo nunca había experimentado la muerte de nadie que me importara. No sabía qué se sentía, aunque el desamparo que brillaba en la mirada de Giulio en ese momento me daba una pista.