Cuando no queden más estrellas que contar(127)
Dicen que el tiempo pone cada cosa en su lugar.
Ojalá nos colocara juntos.
73
Aterrizamos en Roma a primera hora de la tarde.
Me dirigí a la doble puerta de cristal, con Dante a mi espalda empujando un carrito con el equipaje y mi padre hablando por teléfono. Estaba nerviosa y el corazón me latía frenético. Había so?ado tantas veces con regresar, cuando ni siquiera era una posibilidad real, que me parecía mentira encontrarme allí de nuevo.
Como si el tiempo no hubiera pasado.
Como si nada hubiera ocurrido.
Crucé las puertas y me abrí paso entre la gente que esperaba. De pronto, mis ojos se toparon con un rostro conocido.
—?Chabela?
La mujer volvió la cabeza y me miró. Su frente se arrugó un momento. De golpe, una explosión de alegría transformó su expresión.
—?Maya! ?De verdad eres tú? ?Qué alegría tan grande verte de nuevo!
Corrí hasta ella. Abrió los brazos y yo la rodeé con los míos.
—Yo también me alegro de verla. ?Cómo se encuentra?
—Muy bien, bonita. Como siempre.
—?Ha venido a ver a su hija?
—Sí, pero ya me marcho. Mi avión sale en un par de horas.
Giulio y Dante llegaron hasta nosotras. Contemplaron a Chabela con curiosidad y ella les devolvió la mirada con el mismo esmero.
—Os presento a Chabela, coincidimos en mi primer vuelo hasta aquí y fue muy buena conmigo. Ellos son... son... —No sé por qué vacilé.
—Sus padres —dijo Dante, al tiempo que le ofrecía la mano—. Buonasera, soy Dante.
Sonreí y las mejillas me temblaron de felicidad. Toda la vida deseando un padre y ahora tenía dos, que superaban cualquier expectativa que hubiera podido albergar.
Mi padre le dedicó su mejor sonrisa.
—Giulio, un placer conocerla. —Me miró—. Maya, debemos darnos prisa o perderemos el tren.
—Enseguida voy.
Chabela los siguió con la mirada, hasta que desaparecieron entre la multitud de pasajeros. Parpadeó sorprendida.
—?Padres?
—Sí. Giulio es mi padre biológico y Dante es su marido, así que es mi padrastro, supongo. Viven en Sorrento.
—Parecen tan jóvenes que me preguntaba cuál de los dos sería tu novio. ?Menos mal que no he tenido tiempo de abrir la boca!
Me reí al ver su apuro.
—No pasa nada, tiene razón. Cuesta creer que sea mi padre.
—?él era el motivo de tu viaje? Me alegro de que saliera bien.
La miré pasmada.
—?Cómo lo sabe? Nunca le conté nada.
Ella rompió a reír.
—Era tan evidente que buscabas algo..., aunque no sabía el qué.
Cogí aire y la abracé.
—Tengo que marcharme, Chabela. Espero que volvamos a vernos.
—Ojalá, bonita. Cuídate mucho.
—Usted también.
Me alejé corriendo al ver en los monitores que el tren hacia Nápoles partía en pocos minutos.
Reencontrarme con Chabela hizo que pensara en la primera vez que pisé ese aeropuerto, en la persona que llegó entonces y en lo distinta que era ahora. Parecía que había pasado una eternidad desde ese veintiséis de junio. Por todo lo vivido. Por todo lo ocurrido. Tantos momentos importantes.
En realidad, solo habían transcurrido unos pocos meses. Un pu?ado de semanas en las que yo me había caído, levantado, vuelto a caer y resurgido, lo que me había convertido en una versión de mí misma mucho más libre. Más mía.
Había merecido la pena.
Cuando llegamos a Nápoles, fuimos directamente al parking, donde se encontraba el todoterreno de mis ?padres?. Me encanta decirlo. Llenarme la boca con esas dos palabras.
Dante se sentó al volante, Giulio a su lado y yo ocupé el asiento de atrás.
Durante los primeros minutos del viaje, traté de participar en las conversaciones. Sin embargo, conforme nos acercábamos a Sorrento, fui enmudeciendo. Estaba nerviosa, y también aterrada por reencontrarme con unas personas a las que había enga?ado y mentido. No podía olvidar ese detalle. Por muchas razones que hubiera tenido para hacerlo, esa era la verdad.
Llegamos al pueblo y nos adentramos en sus calles, ahora vestidas de oto?o. Me dije que por fin volvía a casa, y ese pensamiento me hizo derramar unas cuantas lágrimas.
Mi padre se giró en el asiento y me miró.
—?Estás bien?
—Nerviosa.
—No tienes por qué.
—También les mentí.
—Eso ya no importa.
Sonreí y volví a contemplar la maravillosa panorámica que ofrecían los acantilados. Cuánto había echado de menos esas vistas.
Giulio me rodeó los hombros con un brazo y me arropó contra su costado mientras cruzábamos el jardín hasta la casa.
Todo estaba igual.