Espejismos(30)
Y, aunque no tengo ninguna prueba, el instinto me dice que esto está relacionado con el extra?o comportamiento que muestra de un tiempo a esta parte: esas miradas vacías que me resulta imposible pasar por alto por más rápido que desaparezcan, los sudores, los dolores de cabeza, la incapacidad para manifestar objetos o el portal a Summerland… Sumado todo, parece evidente que está enfermo.
Solo que Damen no se pone enfermo.
Y cuando se clavó la espina del tallo de la rosa hace un rato, yo misma pude comprobar cómo sanaba la herida delante de mis narices.
Sin embargo, quizá tendría que empezar a llamar a los hospitales… solo para estar segura.
Damen jamás iría a un hospital. Lo vería como una se?al de debilidad, de derrota. Es mucho más probable que se arrastrara como un animal herido y se escondiera en algún lugar en el que pudiera estar solo.
Solo que Damen no tiene heridas, porque estas se curan al instante. Además, jamás se arrastraría hasta ningún sitio sin decírmelo primero.
Con todo, también estaba convencida de que jamás se iría en el coche sin mí, pero tal y como han ido las cosas…
Registro sus cajones en busca de las Páginas Amarillas… otra de las cosas que utiliza en su esfuerzo por parecer normal. Porque, si bien es cierto que Damen nunca iría al hospital por voluntad propia, si se hubiera producido un accidente o cualquier otro incidente que escapara a su control, es posible que alguien lo hubiera llevado hasta allí sin su consentimiento.
Y, aunque eso contradice por completo la historia de Romsan (falsa, a buen seguro) de que vio a Damen largándose a toda prisa, no me impide llamar a todos los hospitales de Orange County, preguntar si Damen Auguste ha sido ingresado y acabar en el mismo punto.
Después de llamar al último hospital, pienso en telefonear a la policía, pero descarto la idea con rapidez. ?Qué iba a decirles?? ?Que mi novio inmortal de seiscientos a?os ha desaparecido?
Tendría la misma suerte recorriendo la autopista de la costa en busca de un BMW negro con los cristales tintados y un conductor guapísimo… la proverbial aguja en el pajar de Laguna Beach.
O… Bueno, siempre puedo quedarme aquí sentada, ya que él aparecerá tarde o temprano.
Mientras subo las escaleras hacia su habitación, me consuelo con la idea de que si no puedo estar con él, al menos puedo estar con sus cosas. Y cuando me acomodo en su sofá de terciopelo, contemplo las cosas que más aprecia con la esperanza de ser todavía una de ellas.
Capítulo quince
Me duele el cuello. Y tengo una sensación rara en la espalda. Y cuando abro los ojos y miro a mi alrededor… comprendo por qué. He pasado la noche en esta habitación. Justo aquí, en este antiguo sofá de terciopelo que fue dise?ado para charlas triviales y coqueteos pícaros, pero no para dormir, desde luego.
Hago un esfuerzo para incorporarme y mis músculos se tensan en se?al de protesta cuando me estiro, primero hacia arriba y luego hacia la punta de los pies. Y, después de mover el torso de un lado a otro y de inclinar el cuello adelante y atrás, me dirijo hacia las gruesas cortinas de terciopelo y las echo a un lado. La habitación se inunda de una luz tan brillante que se me llenan los ojos de lágrimas, así que las cierro de nuevo antes de que transcurra el tiempo necesario para acostumbrarme a la claridad. Me aseguro de que los bordes están bien juntos, de que no entra ni un rayo de luz en la estancia. Es necesario devolver al lugar su acostumbrado estado de noche, ya que Damen me ha advertido de que el fuerte sol del sur de California puede causar estragos en los objetos de esta habitación.
Damen.
El mero hecho de pensar en él me llena el corazón de tal anhelo, de tal dolor, que se me nubla la vista y empiezo a marearme. Mientras busco con la mano el aparador para aferrarme al detallado y elegante borde de madera, mis ojos recorren la sala y me recuerdan que no estoy tan sola como creo.
Su imagen me rodea por todas partes. Su retrato ha sido plasmado a la perfección por los más grandes maestros del mundo, encuadrado en marcos dignos de un museo y colgado en todas las paredes. Con el traje oscuro en el Picasso, con el semental blanco en el Velázquez… Cada uno de ellos muestra ese rostro que yo creía conocer tan bien, aunque ahora sus ojos me resultan fríos y burlones; su barbilla, alta y desafiante; y sus labios, esos labios cálidos y maravillosos que tanto he deseado saborear, parecen remotos, reservados, enloquecedoramente distantes, como si me advirtieran de que no me acercara.
Cierro los ojos, decidida a bloquear esa sensación, convencida de que el estado de pánico que invade mi mente solo conseguirá que me sienta peor. Me obligo a respirar hondo en varias ocasiones antes de llamarlo al móvil una vez más. Salta otra vez su buzón de voz, que registra una nueva ronda de: ?Llámame?… ??Dónde estás??… ??Te encuentras bien??… ?Llámame.? Mensajes que ya le he dejado un millón de veces.
Vuelvo a guardar el teléfono móvil en el bolso y echo un último vistazo a la habitación; mis ojos recorren la estancia con atención (evitando los retratos) para asegurarme de que no he pasado nada por alto. Debo cerciorarme de que no hay ninguna pista evidente sobre su desaparición que no haya tenido en cuenta, sin importar lo peque?a o insignificante que parezca. Ninguna pista que pueda aclararme ?cómo? o ?por qué?.