El mapa de los anhelos(84)



—Sí, Will. ?Y sabes por qué lo sé? Porque estoy segura de que hace dos a?os jamás te hubieses fijado en mí. Habría sido invisible para ti.

—No digas eso.

—?Puedes intentar ser sincero por una vez, teniendo en cuenta la falta de práctica?

—?Cuál es la pregunta? —Aprieta la mandíbula.

—?Me habrías mirado entonces?

Hay una tormenta en sus ojos. Se frota el mentón y suspira abatido antes de apartar la vista. Ya sé la respuesta y, aunque agradezco que no me mienta o intente suavizar la verdad, eso no hace que oírselo decir en voz alta me duela menos.

—No.

—Bien. Gracias, Will.

—?Pero porque era un estúpido! A veces uno puede tener delante de las narices todas las respuestas o un jodido paisaje maravilloso y no ver absolutamente nada.

Me alejo de él con un nudo en la garganta y sé que quizá esté siendo irracional, pero lo único en lo que puedo pensar es en que, si esto no es real, si el vínculo con Will es un espejismo, si nada de lo que siento está enraizado, es probable que pierda la fe en el amor, porque entonces está claro que no sé reconocerlo y que debería dar un paso atrás y dejar de meter la mano en el fuego y de tocar malditas sartenes calientes.

—Grace, espera. Por favor.

—No puedo. Necesito ir a casa.

—?Y piensas hacerlo caminando?

—Sí, sí. Me parece un plan perfecto. —Como si quisiese corroborarlo, avanzo un poco más deprisa, aunque los dos sabemos que lo que digo carece de sentido y es el cabreo el que habla por mí. No puedo volver a casa a pie y menos en mitad de la noche.

—Para, Grace. Volvamos al coche.

Su mirada suplicante me convence de que lo más sensato es sentarme junto a él dentro de ese vehículo, respirar hondo y permanecer callada hasta que lleguemos a Ink Lake. Así que eso hago. él conduce en silencio, aunque, de reojo, lo veo abrir y cerrar la boca, se muerde el pulgar, suspira, la rigidez se columpia en sus hombros y vuelta a empezar. Cuanto más lo observo, menos creo conocerlo. ?Quién es realmente? ?Y cómo es posible confiar en alguien así, una persona que ha cambiado de abrigo tantas veces? Hace que también me pregunte si acaso es posible saberlo todo sobre alguien; qué sue?a, qué esconde, qué envidia, qué teme, qué piensa, qué siente.

El motor ronronea cuando frena delante de casa.

Antes de que salga, Will toca mi mano. Es una caricia tan sutil que, si no fuese porque mi piel y su piel se encienden al rozarse, pensaría que no ha existido. Nos miramos. Hay dolor en sus ojos. Esa clase de dolor no puede fingirse.

—Grace, siento haberte decepcionado.

—Es que… pensaba que eras diferente.

—Y lo soy. Ahora.

Pero no sirve. él lo sabe y yo también.

Antes de salir, veo mi regalo de cumplea?os en el asiento de atrás. Es una imagen que resulta triste y decadente, como los restos de una fiesta a la ma?ana siguiente.

No me despido. Abro la puerta y, cuando entro en casa, subo las escaleras sin mirar atrás. No dejo de pensar en Will y su pasado, en todas esas cosas que jamás habría adivinado sobre él. Me quito la ropa. Miro la pared. Mi pared. Me entristece recordar que hace apenas unas horas llevábamos pelucas y estábamos girando en la noria y besándonos. Todo olía a palomitas de maíz y la vida era un poco así, como granos explotando en el corazón, plop, plop, plop. Y Will era sólido como una estatua griega. Creía conocerlo; no en el sentido de saberme al dedillo todo el árbol genealógico de la familia Tucker, sino en lo referente a la esencia, su esencia. Ese instinto que te hace apostar por alguien e ignorar todas las interferencias y los ruidos que existen a su alrededor. Está claro que el mío está defectuoso y no estoy segura de qué es lo que más me enfada, si el hecho de que Will fuese un egocéntrico al que durante mucho tiempo no le importó el sufrimiento ajeno o no haber sido capaz de adivinarlo.

Todavía me duele la cabeza.

No tengo ni idea de por qué hago lo que hago, qué es lo que despierta mi siguiente movimiento, pero, de pronto, me veo cogiendo una libreta y un bolígrafo. Empiezo a escribir. Esta es la primera línea: ?Me llamo Grace Peterson y nací para salvar a mi hermana…?. Luego siguen otras en las que hablo de mi infancia, de aquella respuesta que repetía sistemáticamente ?de mayor quiero ser un tiranosaurio que aplaste cabezas? y continúo con ?siempre me he sentido un círculo en un mundo de muchos cuadrados, pero me niego a moldear mi forma redondeada para volverla recta?. No a?ado que creía haber encontrado a otro círculo y que juntos podríamos haber rodado vida abajo y más allá. Y sigo. Sigo. Hablo de las cosas que cuando era peque?a ya me parecían bellas, como las pi?as que cogía para el abuelo, los anillos y las vetas de madera, los esqueletos de las hojas o los caparazones de los caracoles. Hablo del instituto y de las únicas clases que no deseaba perderme por nada del mundo. Hablo del caos de ahora, del regocijo en el vacío y el dolor, del juego que mi hermana hizo para mí, de los sue?os olvidados, de la lista de cosas que me gustan y de la incómoda sensación de tener una cerilla en la mano, pero ser incapaz de encenderla.

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