El mapa de los anhelos(87)



Así que llamo al timbre y contengo el aliento.

Me abre un hombre de cabello plateado y unos ojos que me recuerdan a Grace y al océano: son profundos y esconden enigmas. Se lo ve cansado. Parece una de esas personas que deslumbró en el pasado y ha ido perdiendo brillo. Pero también hay algo más en él, una determinación férrea.

—?Puedo ayudarte en algo?

—Me llamo Will. Estoy buscando a su hija.

No deja de mirarme mientras me estrecha la mano.

—Jacob Peterson, encantado. —Se aparta a un lado para invitarme a pasar y, cuando lo hago, cierra la puerta—. Espera en el salón. Avisaré a Grace.

Lo que haría en cualquier otra situación sería pasear por la estancia para poder fijarme mejor en los detalles; sobre todo, en las fotografías que hay expuestas, pero, dadas las circunstancias, me siento como un intruso, así que me limito a permanecer quieto en el centro del salón a la espera de que ella aparezca.

Lo hace al cabo de unos minutos.

—?Qué estás haciendo aquí?

Si las miradas pudiesen matar, ya estaría hecho un gui?apo sobre la moqueta de los Peterson. No me siento cómodo ahí dentro. Es asfixiante, como ser un ratón en un laboratorio. Me meto las manos en los bolsillos y digo: —?Podemos hablar? Fuera, si no te importa.

Asiente con la cabeza y se encamina hacia la puerta sin decir nada más. Agradezco la claridad del día. Ella avanza hasta la valla de madera que rodea la casa y se apoya en el borde. Tengo una mara?a de ideas en la cabeza, todas desordenadas excepto una: que Grace es fascinante. Incluso ahora, mientras está ahí plantada con el ce?o arrugado y esa mirada suya que lo traspasa a uno sin esfuerzo. No sabría decir qué me atrae tanto de ella y eso parece engrandecer la sensación. Puede que sea su aspecto físico, tan singular y distinto, uno de esos rostros que tienen ?algo? que se aleja de los típicos rasgos clásicos o la evidencia de sus gestos, que no dejan nada a la imaginación y la hacen transparente y directa como un dardo que no se desvía de su trayectoria.

—Entiendo que estés… molesta.

—?Molesta? es un adjetivo tibio que te aseguro que no representa cómo me siento.

Me encanta oírla hablar, su manera de elegir cada palabra con cuidado y de respetar los matices del lenguaje. Pero, en general, lo disfruto más cuando lo que dice no es un golpe contra mí. Intento fingir que no duele y mostrarme indiferente.

—??Enfadada? te encaja más?

—Desencantada —puntualiza.

—Ya te dije que lo siento, pero no puedo cambiar el pasado.

—?Sabes lo que no dijiste? Que conocías a Tayler. Que naciste en este lugar. Que ibas a clase con mi hermana. Que lo de la fidelidad no es lo tuyo. Que…

—Lo omití —la corto.

—Mentiste —replica ella.

—No te conocía. No quería contarte mi historia, tampoco tenía por qué hacerlo. Y luego todo se complicó, joder. Tú te convertiste en esa complicación y, egoístamente, me gustó que intentases conocerme sin prejuicios, desde cero.

—Menuda manera de enga?arte a ti mismo.

La respuesta me pilla desprevenido. Quiero pensar que por eso escuece tanto. Y luego me viene a la mente el recuerdo de ella besando a Tayler justo en este mismo lugar de la calle, delante de su casa. No lo pienso lo suficiente antes de decir: —Me sorprende que pudieses estar con alguien como él.

La mirada de Grace me atraviesa y no sale, se queda clavada dentro como una esquirla. Chasquea la lengua y niega con la cabeza.

—No has entendido nada.

Me planto frente a ella cuando veo que tiene intención de marcharse. Debería dejarlo estar. Debería olvidarme de lo nuestro, por su bien y por el mío. Y debería centrarme solo en el juego. Pero no puedo. No puedo porque la tengo delante y quiero… hundir los dedos en su pelo. Quiero… volver a acariciar el lunar que tiene en la clavícula. Quiero… sentir la humedad de su lengua en mi boca. Y quiero… conocer los secretos que esconde en su cabeza, hasta las cosas más irrelevantes.

—No. Intenta explicármelo.

—?Para qué serviría, Will?

—Para que deje de pensar.

Mi respuesta parece surtir efecto y aprieta los labios. Es la verdad. Necesito dejar de pensar y pensar. La vida, al menos la mía, era mucho más fácil antes; sobre eso no tengo dudas. Una existencia hedonista que me aislaba de cualquier emoción real. En el momento en el que uno empieza a replantearse las cosas todo se complica, se abren bifurcaciones morales y ya ningún camino es recto y llano. Hay que tomar curvas.

—Porque él nunca me importó, pero tú sí. Ya te lo dije una vez: solo las personas a las que les permites entrar en tu casa pueden destrozarla por dentro. El resto, como mucho, se limitarán a pisotear el jardín.

?Cómo hacerle entender que, si me dejase pasar, me esmeraría en cuidar cada rincón, aunque mi propio hogar esté hecho un desastre y lleno de polvo?

Las palabras se me atascan y se resisten a salir, así que tan solo sacudo la cabeza.

—No dejes que todo esto interfiera en el juego. Si va a resultarte más fácil, podemos fingir que seguimos siendo dos desconocidos.

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