El mapa de los anhelos(88)
—No me hace falta fingir que lo somos, Will, ese es el problema. Somos dos extra?os porque nada de lo que hemos vivido estos meses ha sido real.
—Grace, mírame. Sabes que eso no es cierto.
—La cuestión es que ya no confío en ti.
Trago saliva con fuerza y cojo aire, pero esto punzante que tengo dentro del pecho no desaparece. Me alejo de ella. Solo un poco. Solo para poder respirar mejor. Avanzo calle abajo unos metros, aunque siento su presencia a mi espalda.
—Oye, ?adónde vas?
—Dame un minuto.
Odio que me vea así, por eso intento evitarlo. Supongo que es un acto reminiscente. ?No dejes que nadie descubra tus debilidades?, oigo la voz de Josh retumbar en mi cabeza. De alguna manera, esto le da la razón: aún quedan partes de la persona que fui, muchas partes; están tan enquistadas que no sé cómo voy a ser capaz de encontrarlas y sacarlas. Cuando lo pienso, a veces siento los pulmones demasiado llenos y, en otras ocasiones, me falta el aire.
—?Estás bien? —susurra ella.
—Sí. Claro, sí. —Me obligo a ser funcional—. Grace, lo importante… es el juego.
—Lo sé. Ni por un momento se me ha pasado por la cabeza renunciar a lo poco que me queda de mi hermana. Pero me resultaría más fácil hacerlo sola. Creo que deberías darme la caja y las cartas, todo. Te libero de esa responsabilidad.
—Lo siento, pero sabes que no puedo.
Hay derrota en sus hombros cuando suspira.
—Está bien, pues entonces lo mejor es que acabemos cuanto antes.
—Como quieras. Vamos.
En realidad, quiero decirle que no soy su mejor opción, estoy a a?os luz de serlo, pero aun así lo deseo de una forma egoísta e impulsiva, aunque mi casa todavía esté llena de escombros, aunque no tenga tejado ni cimientos. Quiero decirle que nunca había sentido una complicidad así con otra persona. Quiero decirle que me daba un vuelco el corazón cuando sabía que Tayler la tenía entre sus brazos. Quiero decirle que me encanta su extravagante inteligencia. Que nunca había encontrado a nadie que me hiciese sonreír así. Que es chispeante, sí, como una deliciosa bebida ácida con gas. Y que la llevé a aquel lugar la noche de su cumplea?os porque su sonrisa, esa que regala poco, me recuerda a la dulzura del algodón de azúcar y a las luces de colores de la feria en mitad de la noche.
Pero me mantengo en un silencio pétreo.
Subo al coche y ella se sienta al lado. Pongo la radio porque no soporto que su voz no lo llene todo con sus habituales divagaciones o preguntas. Apenas aparto la mirada de la carretera mientras conduzco. No tardamos en llegar.
—?Por qué paras aquí? —Grace me mira.
—Esta es la dirección que había en la carta.
—No es posible. —La veo dudar cuando se gira hacia la ventanilla y luego dice para sí misma en un murmullo ahogado—: Ay, Lucy. Qué desastre.
—?Por qué? ?Dónde estamos?
Grace sacude la cabeza y comprendo que no va a responder.
La casa parece de lo más normal, similar a otras tantas viviendas del vecindario. De uno de los árboles cuelga un viejo columpio de madera y una enredadera se escabulle hasta la valla del vecino como si los brotes fuesen serpientes. El sitio es agradable, el típico lugar tranquilo para echar raíces.
Veo a Grace deslizar el dedo por la manivela metálica de la puerta del coche; se debate pensativa. Me gustaría acompa?arla y ayudarla a desenredar lo que esconde en su cabeza, pero puedo ver la brecha que ahora existe entre nosotros y sé dos cosas: que ella no va a pedirme que la salte y que yo no soy capaz de hacerlo sin impulso porque me paraliza el miedo a volver a decepcionarla.
Al final, decide abrir la puerta.
—Oye, Grace, ?estarás bien?
—Sí.
—Te esperaré aquí.
Sale del coche y se gira para decir:
—No hace falta, Will. Volveré por mi cuenta a casa.
Y asiento con resignación porque, en ocasiones, entre lo que queremos hacer y lo que finalmente hacemos hay un abismo infranqueable.
37
Grace
El instinto, al final, se guía por buenas o malas sensaciones. Siempre que he estado delante de esta puerta he experimentado una calidez agradable en el rinconcito que hay entre el pecho y la tripa. Es una puerta más. En apariencia, no tiene nada de especial. Pero, en mi caso, conozco a la gente que vive dentro. Han sido personas especiales en mi vida. Y no tengo muchas personas especiales, la verdad. Así que podría distinguir el pomo y el timbre entre otros pomos y timbres de muchas puertas. Eso es en lo que pienso cuando mi dedo toca el botón y suena un leve ding dong.
Admito que tenía la esperanza de que me abriese la puerta la se?ora o el se?or Morris. Ambos son encantadores, el tipo de matrimonio que sabes que se mantendrá unido hasta el fin de sus días, de esos que van juntos al supermercado, duermen con calcetines y terminan las frases del otro entre sonrisas. De todas las casas que he visitado y cotilleado en los últimos a?os, sin duda la que tengo delante es la más familiar y acogedora.
Pero no.
La chica que abre la puerta tiene mi edad, viste unos vaqueros cortos con peque?as margaritas cosidas a mano, una camiseta en la que pone ?échale kétchup a la vida? y zapatillas con coloridos cordones. Su cabello oscuro tiene ahora las puntas rosas y no es solo eso lo que ha cambiado en ella, también hay algo distinto en su mirada, aunque es posible que sea cosa de mi imaginación o debido al tiempo que llevamos sin vernos.