El mapa de los anhelos(85)



Sigo cabreada cuando doblo el papel. Estoy cabreada con el mundo, conmigo misma y con Will. Encuentro un sobre y lo meto dentro. Lo cierro. Busco una dirección en internet, pero no me tomo la molestia de mirar los requisitos ni cómo funciona el proceso de admisión. Y después salgo de casa, en plena madrugada, camino hasta el único buzón de correos que hay en el vecindario, a varias manzanas de distancia, y vacilo unos segundos cuando llego delante. Porque, veamos, ?a quién se le ocurre escribir una solicitud para estudiar Historia del Arte en una universidad de San Francisco instantes después de un desenga?o amoroso y poco antes del amanecer? Pues a mí. Pum. Lo meto dentro. Ya está, se acabó, lo he hecho. La única manera de evitar que esa carta llegue a su destino sería destrozar el buzón de correos con una bomba casera.

Vuelvo a casa. Me meto en la cama.

Mi cumplea?os ya ha pasado. Tengo veintitrés a?os y sigo sin saber quién soy ni de quién me enamoro. Saboreo la idea mientras me doy la vuelta entre las sábanas para alcanzar una libreta que hay en la mesilla de noche. A oscuras, garabateo la palabra ?entelequia?, porque he caído en la cuenta de que Will es justo eso: alguien perfecto e ideal que tan solo existe en mi imaginación.



Me despierto por culpa del ruido.

Cuando salgo al pasillo, me encuentro a mamá inclinada y arrastrando una caja. Hay dos más al lado. Es la ropa de Lucy que papá y yo guardamos semanas atrás y dejamos en su habitación, posponiendo su destino para darle tiempo a ella.

—?Qué estás haciendo?

—Quiero llevar esto a la beneficencia. —Alza una mano y se aparta los mechones de cabello que escapan de la coleta—. ?Me ayudas?

—Claro. Dame un minuto.

Me pongo ropa cómoda y salgo al pasillo que tantas veces fue un punto de encuentro entre mi hermana y yo, cuando una pasaba a la habitación de la otra en mitad de la noche en busca de compa?ía. Bajamos las cajas por las escaleras, las sacamos al garaje y las metemos en el coche. Una vecina que cruza la calle vestida con ropa deportiva nos saluda y, cuando le pregunta a mi madre qué tal está, ella se toma la molestia de decir: ?Bien, Betty, vamos tirando. Bonitas zapatillas?, algo bastante sorprendente viniendo de ella; no por el comentario en sí, sino por el hecho de que se haya fijado en el calzado. Es como si estuviese dejando de ver borroso a su alrededor y todo adquiriese nitidez.

Hablamos con una mujer de aspecto afable que nos recibe encantada. Nos comenta que tras las tormentas del a?o anterior siguen suministrando provisiones a muchas familias. En el último momento, mientras un joven va cargando las cajas, veo que mamá encoge los dedos de la mano para evitar intervenir y llevárselo todo de vuelta.

Nos quedamos calladas cuando subimos al coche. Ha empezado a chispear y las gotas, diminutas como la punta de un alfiler, salpican el cristal.

—Ya está —digo.

—Ya está —dice.

Luego arranca el motor. Avanzamos por Ink Lake. Me pregunta qué tengo pensado hacer durante el día y comento que cuando deje de llover iré a pasear a Mr. Flu. No le digo que en realidad tan solo me apetece quedarme en la cama y regodearme en la tristeza. No le digo que echo de menos a Will, o la idea que tenía de él. No le digo que anoche cometí la estupidez de mandar una solicitud a la universidad. No le digo nada.

—Deberías invitar a Olivia para que venga a casa a merendar. Hace mucho que no la veo. Ya va siendo hora de ponernos al día —propone pensativa.

Toqueteo la llave del colgante que me regaló y pienso que sí, que tiene razón en lo de ponernos al día, pero entre nosotras. Los secretos empiezan a pesar y se convierten en una losa a la espalda. Me humedezco los labios antes de hablar.

—Mamá, hace tiempo que Olivia y yo ya no somos amigas.

—?Cómo dices? —Me mira con las manos al volante.

—Es que… discutimos. Los detalles dan igual. Simplemente dejamos de ser tan cercanas y, además, ella se fue a estudiar un curso de dise?o.

—Pero no lo entiendo…

—Son cosas que pasan.

Lo digo con un nudo en el estómago. Quizá ya haya vuelto para disfrutar del verano con su familia, o puede que esté viajando por ahí, pero no me importa. No, no me importa nada. Respiro hondo.

—Cielo, no tenía ni idea. Seguro que es un malentendido y, si no es el caso, la mayoría de los problemas se solucionan hablando.

—?Como habláis papá y tú?

—?Grace! —Abre los ojos.

—Lo siento. No quería decir eso.

El semáforo se pone en verde y avanzamos.

No estoy en mi mejor momento. Todo el asunto de Will me ha descolocado; aún estoy intentando comprender qué es lo que siento al respecto y por qué me molesta tanto su pasado. Probablemente… porque temo que también tenga que ver con el presente. Y me aterra correr el riesgo de averiguarlo.

De peque?a me gustaba jugar en casa de Olivia a Mario Bros con la consola que su hermanastro dejó olvidada antes de independizarse. La gracia del juego, de cualquier juego, no es solo que puedas saltar sobre setas o coger monedas, sino, en esencia, que si te mueres da igual porque después del ?Game over? tienes la oportunidad de empezar otra partida. En la vida real debes pensar mucho mejor cada movimiento, no puedes permitirte el lujo de que aparezca una planta carnívora que te engulla de un bocado.

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