El mapa de los anhelos(81)



Le pregunté por qué era tan reservada.

—Es que me gusta la idea de que permanezcamos ajenos a todo lo demás, ?entiendes? Tengo la sensación de que nunca he tenido intimidad. Le he dicho a mi madre que somos amigos, pero le he pedido que me deje tranquila durante este momento del día. Tú eres como hacer pellas en clase y escaparse con el chico prohibido.

Sonreí y ella también lo hizo.

—Por mí no hay problema.

—Bien.

—Bien.

Y continuamos con la partida.

Creo que Lucy pensaba que seguía acudiendo al hospital porque me daba pena, pero, en realidad, aquellos momentos de amistad y calma se convirtieron en lo mejor del día. Durante esos meses, odiaba despertarme en mi antiguo dormitorio y permanecer horas tirado en la cama o en el sofá con mi madre alrededor colocándome bien las almohadas y preparándome caldo caliente como si lo mereciese tan solo por ser su hijo, a pesar de que llevaba a?os decepcionándola. Odiaba sentirme tan inútil, tan vacío, tan paralizado. Y odiaba tener enfrente la casa donde Josh y yo habíamos jugado de peque?os, donde habíamos pasado tantas y tantas horas juntos.

Lucy y yo hablábamos mucho, pero jamás volvió a comentar nada sobre ?El mapa de los anhelos? y no le di más importancia. Nunca imaginé lo que se proponía.

Un día, en plena madrugada, oí el teléfono de casa.

Bajé cojeando mientras la voz de mi madre se transformaba en un sollozo. La cogí casi al vuelo antes de que se dejase caer y tan solo dijo sobre mi hombro: —La abuela… Se ha ido.

No hicieron falta más palabras para comprender lo que había ocurrido. Y lo único en lo que pude pensar fue que el último recuerdo que mi abuela se había llevado de mí, de ese Will que ella creía conocer y que había sido su nieto preferido, era la noticia del accidente, que perdí el trabajo, que cancelé la boda, que fracasé.

Volamos a Canadá para el entierro. Fue un funeral sencillo e íntimo. Cuando regresamos a casa una semana más tarde, había una postal en el buzón.

Era de mi abuela.

La había mandado días antes de morir. Estuve mucho rato mirando la postal. Era rara la idea de recibir un mensaje suyo cuando ella, su cuerpo y su espíritu, ya no existían en este mundo. Temía abrirla porque entonces no volvería a repetirse esa expectativa de saber qué había dentro. Podía contener cualquier cosa, desde una petición hasta el secreto de la existencia humana.

Al final, decidí averiguarlo.

Era una postal de un oso en medio del bosque. El animal parecía pacífico.

??Recuerdas cuando jugábamos al escondite en los campos de maíz? Era tan divertido… Yo aún tenía las piernas fuertes y podía correr. Echo de menos correr. Y también la granja. Fui muy feliz allí?.

Ya está. Nada más. Eso era todo.

La releí muchas veces en busca de un misterio oculto, pero lo cierto es que las palabras no escondían nada, eran sinceras y se limitaban a relatar un momento especial de nuestras vidas, cuando vivíamos en Ink Lake y yo aún era real.



Cuando volví al hospital, Lucy no apareció en la zona de la máquina de café. Pensé que le habría surgido algún contratiempo o que habría olvidado que ya había regresado de Canadá. Acudí un día después, la noche de Halloween, y ocurrió lo mismo, así que me acerqué al mostrador donde estaban las enfermeras.

—Estoy buscando a Lucy Peterson.

—?Eres familiar?

—No, pero…

—Lo siento, entonces no puedo ayudarte en este momento.

La mujer se alejó y otra que había estado observándome me sonrió.

—Eres el chico que juega con ella por las tardes, ?verdad? —Asentí—. Ha tenido unos días difíciles, pero, si te esperas, le diré que estás aquí.

—Te lo agradecería.

La enfermera desapareció.

Di un par de vueltas pasillo abajo y pasillo arriba hasta que la puerta de una habitación se abrió y Lucy salió. Estaba muy pálida y ojerosa. Se la veía cansada.

—?Qué ha pasado? —pregunté.

—Un resfriado. O eso creo. Cualquier cosa que pille puede conmigo. —Se encogió de hombros y la seguí sujetándole el gotero cuando empezó a dar pasitos cortos hacia las sillas junto a la máquina de café. Nos acomodamos allí—. ?Cómo fue el funeral?

—Como cualquier funeral, supongo. Triste.

—No me gustaría que el mío fuese así.

—Lucy…

A pesar de todas las conversaciones que habíamos tenido sobre el tema, me seguía incomodando hablar con ella de la muerte. No porque fuese violento, sino porque nos enfrentábamos a ello de forma diferente. A Lucy le parecía que la manera en la que mi abuela se había marchado, durmiendo, era ?hermosa?, esa fue la palabra que usó cuando se lo conté. Y a mí me costó un tiempo comprender que ese adjetivo pudiese asociarse a la muerte, pero supongo que todo es cuestión de perspectiva.

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