El mapa de los anhelos(76)
Sus amigos le rieron la gracia y lo siguieron fuera.
Me quedé allí parado contemplando la papelera.
—?Quieres la mitad del mío? Es de pavo.
Giré la cabeza en busca de esa voz y me encontré con la mirada amable de Lucy Peterson. Extendió el brazo e insistió para que aceptase un trozo de su sándwich. Lo cogí. Después, ella se alejó hacia la puerta y vi que unas chicas estaban esperándola.
A partir de ese instante, Lucy y yo hablábamos en el aula de vez en cuando. No me cambió la vida ni dejaron de meterse conmigo, pero sí logró que las horas que pasaba dentro de clase fuesen un poco más agradables. A veces charlábamos entre susurros de tonterías y me di cuenta de cómo algo en apariencia insignificante puede suponer tanto para otra persona. Un gesto benévolo, una mirada cómplice, una sonrisa afable.
—?Por qué todas tus cosas son brillantes? —le pregunté un día durante la hora de Matemáticas, cuando ya habíamos terminado la tarea mandada por el profesor.
—Porque todo lo que brilla es bonito —contestó y, como para corroborarlo, abrió la cremallera de su estridente estuche y sacó un botecito minúsculo de cristal que estaba lleno de purpurina—. ?Ves? Aquí tengo polvo de estrellas.
Sonreí. Era un poco infantil comparada con las otras ni?as del curso, pero tenía sentido que su lado más inocente siguiese intacto teniendo en cuenta que, por su condición, vivía dentro de una burbuja.
Cogí el bote y lo moví despacio.
—Polvo de estrellas…
—Quédatelo. Te lo regalo.
Lo acepté porque no quería desilusionarla.
Pero, unas horas después, cuando regresé a casa, me tumbé sobre el prado bajo el sol de la tarde y lo giré y lo giré, arrancándole destellos de luz. Pensé que era bonito. Terriblemente bonito. Mi compa?era de pupitre tenía toda la razón.
En otras ocasiones hacíamos comentarios sobre Tayler y sus amigos e intercambiábamos una mirada divertida cuando lo veíamos titubear cada vez que la profesora le hacía una pregunta simple sobre algo que acababa de decir. Sentía una extra?a satisfacción al ver que alguien más percibía lo mismo sobre él cuando el resto de la clase lo tenía en un pedestal, algunos porque lo idolatraban y otros porque temían convertirse en el blanco de sus bromas pesadas; en San Valentín, la taquilla de Tayler se llenaba de forma incomprensible de notitas de amor y él cogía alguna, la abría delante de todo el mundo y la leía con un tono burlón y condescendiente.
—Así que sabe leer. Qué sorpresa —dijo Lucy ese día, y me hizo tanta gracia que por primera vez solté una carcajada en mitad del pasillo.
Hubo gente que me miró extra?ada. Creo que les sorprendió que fuese capaz de reírme; a fin de cuentas, seguía siendo el chico raro, el chico solitario, el chico triste.
Y lo fui aún más cuando ocurrieron tres cosas que, encadenadas entre sí, supusieron el final de una etapa y el comienzo de otra.
En primer lugar, aquella primavera fue una de las más frías y duras de las últimas décadas. Hubo varias tormentas que parecían ser peque?os avisos de lo que estaba por llegar y, finalmente, un tornado azotó la ciudad y arrasó con todo. Levantó el techo del granero, la mitad de la valla y todas las plantaciones de los alrededores. No dejó nada.
En segundo lugar, Lucy Peterson sufrió una neumonía y dejó de ir al colegio. Lo único que logré saber a través de unas amigas suyas fue que la habían ingresado en el hospital y ya nunca más volví a verla. Salió de mi vida tan rápido como había aparecido.
Y, en tercer lugar, mi tío Marcus llamó a papá en plena noche, cuando ya estábamos a punto de acostarnos, y le dijo que el terreno enorme pero yermo que mi padre y él heredaron en Canadá de mis bisabuelos había resultado ser de lo más valioso tras las prospecciones de petróleo en un campo cercano. ?Sé listo —le dijo—, no inviertas los pocos ahorros que te quedan en reparar la granja. Confía en mí. Juntos, después de este milagro, podremos conseguir lo que nos propongamos?.
Unos meses más tarde, éramos ricos y abandonamos Ink Lake.
32
El chico de la ventana
Nos mudamos a Lincoln en verano, poco antes de que diese comienzo el curso escolar. Tenía un nuevo hogar, una nueva habitación y nuevos vecinos. Todo era nuevo, en realidad, como el hecho de vivir en un barrio acomodado lleno de casitas casi idénticas en lugar de hacerlo en la granja, que parecía aislada del resto del mundo. O lo extra?o que me sentía desde que la abuela había decidido irse con mis tíos a Canadá porque no le gustaba vivir en la ciudad. O el telescopio que me regaló mi padre al cumplir diez a?os y que era enorme, de última generación, lo mejor de lo mejor.
Lo había colocado en mi dormitorio, delante de la ventana, aunque no conseguía ver gran cosa por culpa de la contaminación lumínica y porque apenas había una parcela peque?ita de cielo entre el lateral de mi casa y el de la de enfrente.