El mapa de los anhelos(73)



Había un vacío inmenso en mi cabeza y el nombre, lejos de resultar revelador, tan solo se quedó ahí rebotando contra las paredes de un lado a otro.

Pero sí reconocí su voz almibarada. La había oído en algún lugar de mi subconsciente durante los últimos días.

Me incorporé en la cama sin dejar de mirarla. Llevaba una bata de hospital y su tez era pálida, tirando a amarillenta. Tenía los labios gruesos un poco resecos.

—?Nos hemos visto antes?

—Depende. Eres Will, ?verdad?

—Entonces, no solo te cuelas en habitaciones privadas, sino que también lees los expedientes de los demás enfermos. ?Sabes que es ilegal?

Se encogió de hombros y sonrió, pero pude ver que había una tristeza infinita en sus ojos, aunque estaba tan enquistada que casi pasaba desapercibida.

—Admito que soy un poco cotilla, pero no me ha hecho falta ver tu historial para saber tu nombre. Porque lo recuerdo.

—?Quién eres?

Fue el primer atisbo de curiosidad que sentí en días tras el confuso despertar y las pruebas interminables. Una peque?a sacudida en un camino llano.

—Tendrás que adivinarlo. Juguemos.

—?Cómo dices? —Me moví y ahogué un gru?ido de dolor.

—?El accidente te dejó secuelas auditivas?

—Pero qué demonios…

—?Sabes jugar al ajedrez?

Dudé. ?Exigirle que se marchase y me dejase en paz o seguir adelante? Antes de que pudiese reflexionarlo, oí mi propia voz alta y clara: —Sí.

—Genial. Vuelvo enseguida.

Después desapareció. Me quedé un largo minuto en silencio contemplando la pared aséptica de enfrente y preguntándome si aquello, el giro que había dado mi vida, la chica de la voz dulce y los escombros a mis pies, era real.

No tardó más de un cuarto de hora en volver. Lo hizo con una bonita caja de madera debajo del brazo. Era peque?a, con los bordes redondeados. Abrió los cierres y el tablero de ajedrez apareció ante mis ojos. Lo dejó encima de la mesilla donde solían poner la bandeja de comida y los calmantes. Ella ya había colocado casi todas sus piezas cuando logré reaccionar e hice lo mismo.

—?Estás listo?

—Qué remedio.

—Empiezas tú.

—?Y cuál es la dinámica? ?Si gano me explicas por qué te gusta colarte en habitaciones ajenas y crees conocerme?

—Exactamente.

—?Y si pierdo?

—Mmm… —Me miró con suspicacia y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo—. La verdad es que no tienes nada que me resulte interesante.

—Qué subidón de autoestima.

—Lo siento, pero odio mentir.

El silencio se alargó e intervine: —Entonces, ?cuál es el trato?

—Si pierdes, simplemente tienes que seguir jugando. No tengo muchos amigos por aquí y los días en el hospital a veces pueden ser muy largos. ?Te parece bien?

Hubo algo en ella, en sus palabras, que me encogió el pecho.

—Claro. —Carraspeé—. Bien. Pues juguemos.

Aquella tarde disputamos tres partidas y perdí cada una de ellas. No estaba seguro de cómo lo hacía, pero se anticipaba a todos mis movimientos y lograba controlar el centro del tablero; a partir de ahí, ya nunca tenía nada que hacer.

Regresó un día después, a la misma hora.

Volvió a ganar dos partidas sin esfuerzo.

Y al siguiente. Y al siguiente.

—?Cómo lo haces?

—Práctica —dijo.

—Ya. Así que tardaré una eternidad en tener un golpe de suerte y averiguar lo que quiero. Al menos, podrías contarme algo sobre ti. ?Por qué estás aquí?

—Tengo EICH.

—No lo conozco.

—La enfermedad de injerto contra huésped. —Alzó la vista y suspiró ante mi desconcierto—. La explicación que mi madre suele dar a las vecinas cuando preguntan es la siguiente: me diagnosticaron cáncer cuando era peque?a, me hicieron un trasplante de células madre de mi hermana y, desde entonces, las mías luchan contra las suyas. No se rinden. No hay manera. He probado muchos tratamientos, pero ninguno ha dado resultado. Volvemos a los corticoides y al sistema inmune débil, que es como una fiesta de puertas abiertas para cualquier infección. Un bucle infinito.

Me quedé mirándola con un nudo en la garganta.

—Has relatado esta historia cientos de veces…

—?A qué viene eso? —Me observó.

—Es por la manera en la que encadenas unas palabras con otras, como si te lo hubieses aprendido de memoria y ya no tuvieses que pensarlo.

—Es que es lo mejor. Lo de no pensar —aclaró.

—Ya. —Moví y me llevé por delante un alfil.

—Ahora te toca a ti: ?por qué estás aquí?

—?La versión larga o la corta?

—La corta.

—Soy un imbécil egocéntrico.

—Ahora la larga.

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