El mapa de los anhelos(74)


—Soy un imbécil egocéntrico que pensó que conducir borracho era una buena idea y, además, me he ganado a pulso toda la mierda que tengo encima.

—?La mierda que tienes encima?

—Es una forma de hablar. Ya sabes, me refiero a que estoy jodido. Para siempre, probablemente. Yo qué sé. Da igual. También estoy bien así. Todo se ha roto. Ya no tengo que seguir fingiendo, ahora puedo limitarme a respirar. Te toca.

Ella movió un peón y después alzó la vista.

—Eres bastante difuso.

No pude evitar sonreír pese al desconcierto. Nadie me había descrito nunca así y pensé que era la palabra perfecta para hacerlo. ?Difuso?.

—Y tú, bastante clara.

—Gracias. Me gusta. —Luego bajó la vista al tablero y dijo—: Jaque mate.

—Mierda —resoplé.

—?Te apetece un café de la máquina?

—Necesitaría ayuda para moverme.

Tenía la pierna derecha rota por tantos sitios distintos que tendría que pasar muchas semanas de reposo y de rehabilitación para volver a caminar. Lucy salió de la habitación y pidió en la recepción que me trajesen una silla de ruedas. Uno de los enfermeros me ayudó a levantarme de la cama y me sujetó cuando me senté. Después, ella empujó con decisión y salimos al largo pasillo pintado de color crema. Al fondo había una peque?a sala con varios asientos, máquinas de comida y café y una cristalera inmensa con vistas a la ciudad.

La vi meter un par de monedas. Después, me ofreció un café con leche y se sentó a mi lado. Dio un sorbo peque?o al suyo y comentó que quemaba.

—?Ahora estás enferma?

—?Por qué quieres saberlo?

—Tan solo… no tienes mal aspecto.

—Créeme, he pasado épocas terribles. La medicación te hincha la cara, hace que se te caigan las u?as, provoca úlceras, sarpullidos, llagas en el esófago, lesiones en el hígado, y en cuanto a los huesos… —Tragó saliva y apartó la vista—. Los huesos me duelen siempre. Todo duele siempre.

Me fijé en sus manos y las cicatrices, en la piel endurecida.

—Lo siento, no debería haber preguntado.

—No, odio que el tema se evite a propósito.

—Bien.

—Bien.

Nos quedamos callados observando las luces de las casas que, a lo lejos, poco a poco se iban encendiendo conforme la noche lo devoraba todo a su paso. Era cómodo estar allí con ella, el silencio, no pensar en el trabajo que había perdido por culpa de mi ineptitud, en el accidente que podría haberme matado, en el amigo que había sido como un hermano y al que tendría que ver en los tribunales, en la atractiva prometida que algún día subiría al altar con otro, en la decepción de mi familia y en la aplastante y abrupta soledad.

—Will.

—Dime.

—Como creo que eres un pésimo jugador de ajedrez, voy a darte dos pistas para que te acuerdes de mí: en primer lugar, has cambiado mucho, muchísimo; si no llega a ser porque nunca olvido una cara, no te hubiese reconocido. Pero yo también lo he hecho. Es inevitable cuando crecemos. Y, en segundo lugar, una vez, en el colegio, te regalé un bote de purpurina.

La miré con el corazón en la garganta.

Porque las palabras llegaron como un golpe de martillo y todo lo que creía haber enterrado regresó tras permanecer latente, a la espera de que volviese a buscarlo. Y la recordé. La recordé a ella y también la vida que dejé atrás, cada minúsculo e insignificante detalle que creía haber olvidado para siempre.





31


Temporada de huracanes


La razón por la que mis padres acabaron asentándose en Ink Lake es sencilla: se enamoraron. No el uno del otro, aquello ocurrió a?os antes, sino de una granja que había a las afueras de la ciudad y que un anciano vendía a un precio irrisorio. El tejado tenía goteras, el granero necesitaba arreglos y los campos estaban abandonados, pero ellos se empe?aron en sacar adelante aquel lugar porque pensaron que allí serían felices. Y lo fueron, al menos hasta que una temporada de huracanes y el oro negro lo cambiaron todo.

Nací en aquella granja, en mitad del salón. Mi madre se puso de parto y la abuela tuvo que asistirla porque el médico tardó más de lo que yo estaba dispuesto a esperar. Se asustaron porque no lloré al nacer y pasaron varios minutos hasta que consiguieron arrancarme el llanto. ?Pero estabas bien —decía siempre mi abuela—, sencillamente nunca te gustó hacer ruido?. Quizá por eso mis padres recuerdan aquellos a?os como los más felices de sus vidas. No fui un ni?o difícil, no tuve rabietas en el supermercado ni me dio por hacer travesuras. ?Eras tan bueno…?, solía comentar mi madre; así, en pasado.

Pero no era solo el chico bueno. Lejos de la seguridad de nuestro hogar, también era el chico raro, el chico granjero, el chico solitario, el chico diferente. No recuerdo exactamente en qué momento me colocaron encima todas esas etiquetas. ?Cuándo ocurre? ?En qué instante preciso un ni?o toma conciencia de que los demás le hacen el vacío y de que no encaja? ?Es por algún comentario concreto, una mirada, un gesto…?

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