El mapa de los anhelos(78)
—Abuela…
Me levanté y la miré desde arriba. Iba a decir algo más, alguna tontería sobre lo poco que me importaba la entrega de dulces y el resto de las tradiciones, o sobre las ganas que tenía de largarme de allí y regresar a Nueva York, pero de pronto la vi tan bajita a mi lado, tan arrugada y mayor, que lo único que logré hacer fue cerrar la boca.
Ella apoyó la palma fría de su mano en mi mejilla.
—Mi querido Will, ?dónde estás?
En ese momento, no entendí la pregunta.
Pensé que estaría delirando, que serían cosas de la edad. ?Aquí, delante de ti?, iba a decirle, pero entonces se abrió la puerta y mi tío Marcus frunció el ce?o al vernos.
—?Llevamos un rato buscándoos! Mamá, entra, vas a pillar un resfriado. Y tú, William, venga, tus primos peque?os preguntan por ti.
He tardado a?os en comprender por qué la abuela no me encontró en aquel momento, a pesar de tenerme justo enfrente de sus narices. El verbo ?perder? es, a la vez, ambiguo y preciso. Puedes perderte en un bosque y no ser capaz de llegar a casa. Pero es casi más fácil perderte en tu propia casa, sin necesidad de ir al bosque. Puedes perder cosas de lo más triviales, como un bolígrafo, la cartera o la lista de la compra, pero también puedes perder la cabeza, a un amigo o incluso la propia vida.
Mi abuela seguía escribiendo postales, a pesar de usar el teléfono. En una ocasión me dijo que le había costado mucho aprender a leer y escribir siendo la mayor de una familia que apenas tenía recursos y que, por eso, le parecía lo más justo seguir haciéndolo hasta el fin de sus días. Así que se sentaba delante de la mesa que mis tíos tenían en el salón junto a la ventana, o así me gustaba imaginármela, y rellenaba la parte trasera de las postales que cada mes compraba en el supermercado más cercano.
A partir de esas navidades, me mandaba mensajes de lo más variopintos. Cosas como: ?Esta semana fui a pasear y recogí un pu?ado de moras jugosas y brillantes. Mientras lo hacía, pensé que era sin duda el mejor momento de mi vida?. O: ?Ahora que he cumplido ochenta y dos a?os, me doy cuenta de que el amor es lo único que vale la pena de verdad. Todo lo demás es una manzana pudriéndose a la intemperie?.
No le hacía todo el caso que debería.
Estaba ocupado estudiando, asistiendo a fiestas que olvidaría con el tiempo, creando amistades sin conocer el significado de esa palabra y jugando a ser el rey del mundo. Es un efecto secundario por dejar de mirar las estrellas. Resulta fácil olvidar que el universo está ahí arriba, inconmensurable y soberbio, y que tú no eres el centro de él.
Y seguí adelante. Con mis gafas invisibles. Línea recta y sin mirar atrás. Todo podía resumirse en continuar avanzando, escalando y corriendo.
Mi camino se entrelazó con el de Lena.
Era inteligente, guapa y so?adora. Se había criado en uno de los ambientes más exclusivos de Nueva York, pero solía renegar de ello. Le incomodaba que sus padres le ingresasen cada mes una cantidad desorbitada de dinero en el banco o que esperasen de ella que se metiese en política al terminar la carrera de Derecho. Me gustaba, pero supongo que no lo suficiente como para permanecer a su lado, porque nadie puede estar a tu altura cuando te colocas una corona de oro en la cabeza. Al principio creí que sí. Estaba decidido a recorrer la senda adecuada, pero surgieron bifurcaciones. Y pensé que por qué debería limitarme a estar con una persona en el mundo cuando podría abarcar más, mucho más. Siempre más.
Cada verano regresaba a Lincoln tras hacer algún viaje. Allí, Josh y el resto del grupo me repetían lo mucho que estaba cambiando, decían que me había ido convirtiendo en un estirado de Nueva York.
Ellos no entendían que no era la primera vez que lo hacía.
Que ya antes había mudado de piel. Que no era real, tan solo una colección de ideas que había ido tejiendo a conciencia para ser lo que esperaban de mí. Que el corazón es lo último que cambia, incluso después que la cabeza, y cuando lo hace estás jodido para siempre. Y que es posible olvidar todo tu pasado y convertirlo en una mancha de tinta borrosa, porque la memoria es un juego, uno de magia, y todo, absolutamente todos los recuerdos que almacenamos son pura fantasía, ilusiones creadas juntando retales y retales hasta dar con algo que decidimos guardar.
Recuerdo una noche de verano en la que regresé a casa al amanecer después de estar con Josh jugando al billar en un local que acababan de inaugurar y de conocer a un par de chicas con las que estuvimos bebiendo cerveza. Cuando me dejé caer sobre las sábanas, la luz del alba lo ba?aba todo de un suave tono dorado. Miré la hora en el móvil y, al apartarlo, se me coló por el hueco que había entre el cabecero de la cama y la mesilla.
—Mierda —mascullé.
Pensé en dejarlo ahí, pero siempre estaba demasiado pendiente del teléfono como para no acudir a su rescate. Me levanté. Aparté un sillón. Empujé la cama. Moví la mesilla. Es posible que despertase a mis padres con el ruido, pero ni siquiera lo pensé más de dos segundos. Y ahí estaba: mi móvil entre un montón de polvo. Lo cogí y palpé algo más con los dedos. Era un bote de cristal. Un botecito lleno de purpurina.