El mapa de los anhelos(93)



Trazo el contorno de su boca altiva, el labio superior que se alza cada vez que sonríe a medias, como si luchase consigo mismo por no hacerlo. Y esa curva es la belleza, no tengo dudas. Esa curva existe para ser besada.

Me pongo de puntillas para poder hacerlo.

Es apenas un roce, pero Will deja escapar un jadeo ronco y decide que ya ha permanecido demasiado tiempo sin moverse. Su lengua encuentra la mía y bailan juntas durante unos segundos mientras nosotros nos movemos por la caravana. Tiro del borde de su camiseta hasta que él advierte lo que pretendo hacer y me ayuda a quitársela por la cabeza. Presiono las manos contra su tripa, el ombligo, el pecho, las costillas, y subo hasta palpar los huesos de la clavícula y ver de cerca la nuez de su garganta.

Doy un paso atrás y también me quito mi camiseta. Llevo un sujetador sin aro y casi transparente. Lucho contra el impulso de cubrirme cuando él vuelve a acercarse. Me sujeta la barbilla con los dedos y la alza un poco antes de besarme. Es un beso distinto, uno húmedo e intenso que está destinado a arrollar cualquier otro pensamiento, excepto el hecho de que estamos aquí, ahora, desnudándonos más allá de la ropa. Y entiendo que, en ocasiones, para que alguien pueda encontrarte, antes hay que dejarse ver, bajar la guardia, abandonarse como la mujer de El beso. Es eso lo que hago, lo que no puedo evitar hacer, cuando su boca dibuja un camino por mi cuello y baja y baja hasta que siento el aliento cálido de Will contra la tela vaporosa del sujetador. Luego lo aparta y ya nada se interpone entre medias. Hundo los dedos en su pelo y pido más, más, más. Y él me lo da.

Caemos en la cama. Desabrocho el botón de sus pantalones mientras Will me quita los míos por los tobillos. Lo acaricio. Acariciar tiene mucho que ver con aventurarse en un cuerpo ajeno dispuesta a descubrir y memorizar. Y yo quiero hacer eso con Will.

Me besa. Lo beso.

Nos besamos una y otra vez mientras nuestras manos encuentran los puntos débiles del otro. Y el suyo está duro, lo noto contra mi cadera. En realidad, todo su cuerpo me parece sólido, el tipo de lugar en el que desearía cobijarme los días en los que no sale el sol. Y es cálido, contrasta con la frialdad de mi piel.

—Will… —murmuro cuando su mano se desliza entre mis piernas.

—?Alguna objeción?

—No. Ninguna.

—Bien.

Pierdo la noción del tiempo. No sé cuántos minutos pasan mientras me acaricia de forma tan certera y precisa que tengo la sensación de que es mi propia mano la que lo hace. El placer trepa por mi cuerpo en oleadas peque?as que crecen hasta convertirse en un tsunami devastador que me golpea a su paso, y caigo sobre los brazos de Will como una mu?eca de trapo cuando el orgasmo termina. Me aferro a su cuello.

Luego, la calma da paso a una intensa necesidad. De él. De sentir que conectamos de todas las maneras posibles. De sus caricias y su mirada y su voz profunda y sus besos.

Me muevo hasta sentarme encima. Una de las cosas buenas de estar en un lugar tan peque?o es que Will apenas tiene que alargar el brazo para coger un preservativo. Eso y que tengo la sensación de estar metida dentro de la cáscara de un huevo, ajenos al mundo, solo esa vela temblorosa, él y yo.

Will intenta girarse, pero se lo impido. Me entiende cuando apoyo las manos en su pecho y se queda quieto, mirándome con la respiración entrecortada y las pupilas tan dilatadas que apenas se percibe el verde de sus ojos.

Quiero ser la que marque el ritmo. Y lo acojo despacio en mi interior; no dejo de contemplar su rostro entre las sombras mientras lo hago. Después, me muevo tan lentamente que puedo percibir su contención, la manera en la que encoge los dedos para no aferrarse a mi cadera y hundirse en mí con más fuerza, la forma en la que suspira impaciente. Aguanta unos cuantos minutos hasta que deja escapar un gru?ido de frustración.

—Me estás torturando —sisea.

—No es eso. Es que no quiero que se acabe… —confieso.

—Qué tontería, Grace. Pues volvemos a empezar. Ven aquí.

Se incorpora para apoyar la espalda en la pared y me rodea con los brazos. Sigo sentada encima de él cuando me besa apasionadamente y me encanta pensar que es el causante de que sienta un agradable hormigueo en los labios.

Me muevo sobre él más y más rápido.

Sus manos se aferran a mi cintura y me guían mientras su boca encuentra mi barbilla, un lunar, el lóbulo de la oreja y puntos erógenos que ni siquiera sabía que tenía. Y sé que está igual de cerca de acabar cuando su respiración se vuelve jadeante y, bajo mis manos, sus hombros se tensan. En cierto modo, somos tan solo piel, la suma de los centímetros que nos alejan y nos acercan, células muertas suyas y mías entremezclándose entre las sábanas de la cama, sexo y sudor y saliva o el preludio de un orgasmo. Pero, más allá de lo físico, puedo sentir que el vínculo que nos une se fortalece y todo, absolutamente todo alrededor, es morado: la caravana, nuestros cuerpos, cada beso. También es morado el placer que me atraviesa y el gemido que ahogo en el hueco de su garganta y el abrazo que Will me da mientras él se deja ir y termina, todo termina, todo se derrite alrededor.

No me suelta y yo tampoco a él.

—Quédate a vivir dentro de mí —susurro, y Will se ríe y me besa la nariz—. Lo digo en serio. Podríamos subsistir solo a base de sexo.

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