El mapa de los anhelos(33)


No me apetece salir del coche para entrar en casa y ser un testigo silencioso de cómo dos personas se van desvaneciendo. Además, tampoco quiero despedirme de Will, porque, a pesar de que me pone a prueba constantemente por culpa del juego, estar con él es fácil y lo más interesante que me ha ocurrido desde hace una eternidad.

—Buenas noches, Grace.

—Buenas noches, Will.

Y abro la puerta del coche.





13


La historia de Grace y Tayler


Tayler y yo siempre hemos vivido en la misma ciudad, pero no fue hasta hace dos a?os cuando empezamos a orbitar el uno alrededor del otro. Hasta entonces, nos movíamos en círculos distintos. él tenía la edad de mi hermana, así que cuando entré en secundaria Tayler ya era toda una leyenda, pese a que no se dejaba ver mucho por el instituto porque se saltaba casi todas las clases.

Nuestros caminos eran paralelos, aunque avanzábamos a velocidades distintas. En alguna ocasión Lucy me habló de él, y creo recordar que no tenía una opinión tan positiva como el resto de las chicas de su clase, pero luego su nombre cayó en el olvido.

Hasta aquel sábado en pleno julio.

Era una tarde húmeda y calurosa, rondando los treinta grados. Estábamos sentadas en el porche trasero de la casa de los padres de Olivia cuando a ella le llegó un mensaje de Sheila, la chica con la que trabajaba en el supermercado.

—Dice que hay una fiesta en casa de los Brown.

—?Tienen piscina? —pregunté de inmediato.

—Sí. Y de las grandes, con jacuzzi incluido.

—Me has convencido.

Olivia cogió las llaves del coche que compartía con su madre y condujo hacia el barrio más exclusivo de Ink Lake. Ese día ella vestía una falda estilo tutú de color verde agua, deportivas negras con plataforma y una camiseta sencilla tras la que se intuía el biquini. Probablemente, su afición por dise?ar su propia ropa fue el detonante para que nos hiciésemos amigas. A las dos nos habían considerado ?las raras? del curso desde peque?as; en su caso, porque su aspecto resultaba estrafalario y, en el mío, porque, como un día me dijo una compa?era de clase, ?piensas cosas muy extra?as?. Así que, en el patio, durante la hora del almuerzo, nos juntábamos para no estar solas.

Con el paso de los a?os, nuestras vidas se entrelazaron.

Yo pasaba algunas tardes jugando en su casa cuando mis padres estaban fuera y el abuelo tenía que trabajar. Olivia venía a merendar durante las épocas en las que Lucy estaba bien y el mundo volvía a ser un lugar alegre y luminoso para todos.

La vi crecer y ella también a mí.

Durante los dos últimos a?os de instituto, Olivia se esforzó con la esperanza de sacar una media aceptable. Era de las que so?aban con marcharse lejos y ampliar horizontes. Mandó casi una docena de solicitudes a diferentes escuelas de dise?o, pero tan solo recibió cartas de rechazo en respuesta, así que tuvo que conformarse con quedarse en Ink Lake y trabajar en el supermercado.

—Es aquí —dijo.

Paró delante de una casa enorme. Ya desde la puerta se escuchaba música y risas que parecían enlatadas. Una chica con un piercing en la nariz a la que no conocíamos salió a abrirnos y supuse que sería la hija de los Brown.

—?Quiénes sois?

—Nos ha invitado Sheila.

—Está bien, pasad —aceptó como si le diese igual quién apareciese en su fiesta y por qué—. Usad el ba?o del jardín. Hay más bebidas en la cocina.

Le dimos las gracias antes de perderla de vista.

Sheila estaba tumbada en una de las hamacas y bebía por una pajita un líquido rojo. Alzó una mano al vernos y nos acercamos. Nos presentó a sus amigas, todas veintea?eras que habían vuelto a la ciudad para pasar allí las vacaciones de verano.

Paseé la vista por el lugar. El jardín era grande, pero no lo parecía con casi treinta personas allí. Un grito agudo llamó mi atención y me fijé en el chico que llevaba a una joven cargada al hombro y estaba a punto de lanzarse a la piscina. Plof. El agua salpicó a la gente que estaba tomando el sol cerca y ellos emergieron instantes después.

él se reía, ella fingía estar indignada.

—?Ese de ahí es Tayler? —pregunté.

—Sí. —Sheila puso los ojos en blanco—. Es un idiota. Créeme, todas hemos caído en la tentación alguna vez con él, pero es un caso perdido.

Ella no podía saber que, lejos de decepcionarme, aquello era música para mis oídos. Sentirme atraída por las cosas rotas es un defecto que siempre he tenido. Quizá sea porque en el fondo deseo que algún día alguien encuentre entre mis pedazos desperdigados algo digno de rescatar.

No pregunté nada más. Acepté una bebida que me ofrecieron y permanecí junto al grupo de chicas durante la siguiente media hora, escuchando una conversación sobre quién sabe qué, porque cuando algo no me interesa suelo dejar de prestar atención.

En realidad, mis ojos estaban fijos en la casa.

Tenía parterres con flores, una enredadera trepando por uno de los pilares y ventanales altísimos tras los que se intuía un salón confortable. Siempre he sentido fascinación por los hogares, no solo por el aroma singular de cada casa, sino por la dinámica familiar. Lo que ocurre tras cada puerta es un peque?o misterio que desentra?ar. En aquel lugar, podía imaginar a los miembros de la familia reunidos alrededor de la mesa, con el televisor apagado para evitar el ruido de fondo, manteniendo conversaciones interesantes sobre sus quehaceres diarios. Estúpidamente, tiendo a asociar el nivel adquisitivo con una estampa ideal, aunque sepa que, en realidad, no tiene nada que ver.

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