El mapa de los anhelos(28)
—Bonitas lámparas.
—Gracias. —Bebe un trago con elegancia y discreción, como si alimentarse fuese un acto vergonzoso—. ?Qué tal está tu madre?
Me sorprende la pregunta.
—?La conoce?
—Sí, bastante. O, mejor dicho, antes lo hacía. Hace a?os que no hablamos como es debido. Trabajábamos para el mismo grupo inmobiliario. Empezamos juntas, pero Rosie siempre fue un paso por delante; la jefa la adoraba y los demás intentábamos imitarla. Después ocurrió aquella desgracia, dejó el trabajo y las conversaciones se fueron espaciando cada vez más. Ahora tan solo nos saludamos desde lejos si nos cruzamos por el vecindario, aunque hace tiempo que no la veo.
—Sale poco de casa.
—Me lo imaginaba.
—Será mejor que saque ya a Mr. Flu, se?ora Rogers —digo tras beberme el zumo de un trago con la esperanza de terminar la conversación.
—Antes de que te vayas: ?te interesa ocuparte de más mascotas?
—Claro.
—Tengo un par de amigas que estarían dispuestas a dejarte a cargo de sus perros. Les pasaré tu teléfono para que puedan llamarte.
—Muchas gracias.
—No hay de qué.
El paseo me sienta bien, así que lo alargo más tiempo del que cubre mi salario y, cuando llegamos a una zona apartada en la que hay un banco, me siento allí junto al perro y observo el ir y venir de la gente mientras le lanzo un palo. No sé por qué, me viene a la mente el recuerdo de una profesora del instituto que, en una ocasión, me dijo algo tan típico como ?es una pena que desperdicies el talento que tienes, Grace?. Visto desde la perspectiva que dan los a?os, quizá se refería a mi don natural para pasear a chuchos. Puede que ahora que la se?ora Rogers les ha hablado a sus amigas de mí termine por montar un imperio de servicios para mascotas. La idea me hace gracia. Y el recuerdo también. Qué cosa más ridícula que esa mujer llegase a pensar que había algo excepcional en mí.
Esa misma tarde, vacilo delante de la puerta del comedor al ver que mi madre tiene la vista fija en el televisor mientras come algo enlatado. No sé si es carne en conserva, pero tiene un aspecto gelatinoso terrible.
—?Sabes dónde está papá?
—Mmm, no. Trabajando, quizá.
Dudo que a estas horas la oficina esté abierta, aunque no lo comento. El matrimonio de mis padres parece haber naufragado hace tiempo y apenas quedan restos de lo que algún día fue, pero es un terreno tan pantanoso que nadie en su sano juicio se atrevería a cruzarlo.
Parece sorprendida cuando me siento a su lado.
—Hablando de trabajo, he empezado a pasear al perro de una se?ora. Dice que te conoce porque hace a?os coincidisteis en el negocio inmobiliario. Se llama Anne Rogers.
—Anne, sí… —murmura.
—Es simpática —digo.
—Nos llevábamos bien.
Quiero preguntarle qué ocurrió, por qué dejó de relacionarse con ella y si tiene un concepto de la amistad tan defectuoso como el mío, pero el brillo de la pantalla en sus ojos me paraliza. ?Alguna vez has deseado acariciar a un animal moribundo con todas tus fuerzas, pero el miedo a recibir un mordisco te ha impedido hacerlo?
Así que me alejo porque es lo más seguro. Subo las escaleras para ducharme y recluirme en mi habitación. No mucho después, Tayler me llama y descuelgo sin ganas.
Ha terminado la jornada en el taller mecánico donde trabaja y quiere que nos veamos en la esquina de la calle para fumarse un cigarrillo.
La noche es más templada que las anteriores, como si el verano estuviese reclamando el hueco que pronto empezará a pertenecerle.
—Aquí estás —dice al verme.
Llevo el pantalón deportivo que me había puesto para estar por casa y una chaqueta encima de una sudadera tan vieja que soy incapaz de desprenderme de ella porque casi la considero parte de la familia, así que la uso de pijama.
—?Qué tal ha ido el día?
—Bien, bien. ?Y el tuyo?
—Como siempre. —Me encojo de hombros.
Nuestras conversaciones no suelen ir mucho más allá, de manera que, por descarte, hemos aprendido a mantener silencios apacibles. Es justo lo que hacemos con todo lo demás en este instante: compartir el mismo aire, el mismo asfalto y las mismas coordenadas, pero, curiosamente, la distancia que nos separa es insalvable.
Tayler le da una calada al cigarrillo y me mira.
—Anoche te noté rara.
—Tampoco es ninguna novedad.
—Más de lo normal —aclara él.
?Qué ocurriría si dejase de poner excusas y me limitase a decirle lo que estoy pensando sin florituras? Quizá sea tan fácil como con Will; coger un peque?o hilito y tirar y tirar hasta lograr formar un ovillo de lana consistente con el que poder jugar.
—Me estaba aburriendo. Ya sabes: la gente de siempre, la bebida que en realidad es un asco, las conversaciones triviales y fútiles y, lo peor de todo, tener que escuchar anécdotas que ya me sé de memoria. Así que me largué.
—?Qué demonios es ?fútil??
—?Tú te divertiste anoche?