El mapa de los anhelos(23)
Sin meditarlo demasiado, me desvío por un camino más largo para pasar por delante de su casa. Es una propiedad de tama?o medio con un jardín cuidado. Sé que ahora mismo Olivia no se encuentra dentro, sino a muchas millas de distancia, en Colorado. Nunca llegué a contarle a mi madre que el a?o pasado le concedieron una beca para realizar el curso de dise?o de moda que llevaba tanto tiempo deseando hacer.
Se marchó, igual que el resto.
Me alejo en cuanto percibo movimiento tras el ventanal de la cocina. Conozco bien la disposición de la casa porque era el lugar donde me refugiaba por las tardes cuando el abuelo trabajaba y mis padres estaban con Lucy en el hospital.
Vuelvo a pedalear.
Siempre me gustó el término ?mejor amiga?. Tiene ese encanto infantil que hace que suene tierno, pero también un poco ridículo a partir de cierta edad. Cuando era peque?a y Olivia me llamaba así delante de las demás ni?as de la clase o de sus padres, sentía que se me hinchaba el pecho de alegría. No era solo una amiga, sino la mejor, la más especial, la que elegía en primer lugar para hacer un trabajo en parejas.
Conseguía que no me sintiese invisible.
Supongo que por eso no me importaba que fuésemos tan distintas. Mi abuelo decía que le ocurría lo mismo con sus amigos de juventud: habían tomado caminos diferentes, ni siquiera vivían en la misma ciudad, pero sabía que si necesitaba algo lo tendría con tan solo levantar el teléfono. Siempre me ha encandilado esa fidelidad anidada, como ocurre con la familia: a veces el cari?o va más allá de las cosas que tienes en común con alguien.
Pero hasta los lazos más prietos pueden romperse.
Antes de llegar al supermercado, paso por delante del local donde trabaja Will, que a estas horas permanece cerrado. ??Lo he hecho con la esperanza de verlo de refilón??. Prefiero no saberlo, así que aparto ese interrogante antes de continuar.
Compro lo básico porque tiene que caberme en la mochila y después regreso a casa recorriendo las mismas calles y los mismos parques, parando delante de los mismos semáforos y cruzándome con la misma gente.
Mi vida es monocromática.
A las diez de la noche he conseguido meterme en un vestido diminuto y ajustado que en realidad no me gusta y que combino con deportivas porque nunca he podido llevar zapatos de tacón más de quince minutos seguidos.
Estoy sentada sobre el regazo de Tayler. él fuma marihuana, dice algo sobre los increíbles neumáticos de su moto y me abraza por la cintura.
Hemos venido a la fiesta que un conocido celebra en su casa. No sé su nombre, pero sí que la chica que está sentada a la derecha se llama Mia y trabaja de camarera en mi hamburguesería preferida, la que está casi a las afueras de la ciudad. Y a la izquierda, Nelson y Rick se ríen por algo que no llego a escuchar. Todos, incluidas las otras personas que nos rodean, son amigos de Tayler. No hay rastro de Sebastien y, sinceramente, es un alivio porque su presencia siempre me incomoda. En resumen, somos los integrantes oficiales del club de los perdedores, aquellos que nunca logramos extender las alas en busca de nuevos horizontes. Cada uno tuvo sus razones, supongo. Mia se quedó embarazada a los dieciséis, Rick es feliz trabajando en la granja de sus padres, Nelson tuvo una lesión y perdió su beca deportiva y en cuanto a Tayler… sospecho que prefiere reinar en un territorio peque?o en lugar de no ser nadie en cualquier otro sitio.
?Y cuál es mi excusa?
Pues, veamos, alrededor de los quince a?os no solo abandoné el patinaje sobre hielo, también empecé a mostrar cierta apatía por lo académico. Nunca he entendido el método de evaluación. Nunca se me ha dado bien prestar atención cuando algo no me interesa. Y nunca he conseguido formar parte de ese sistema estándar.
Mis intereses siempre han sido obsesivos, aunque limitados en el tiempo. Hace un par de a?os me dio por leer autores rusos y no hice otra cosa durante dos meses: desde León Tolstói, pasando por Dostoyevski, hasta Nikolái Gógol. Tuve una época en la que me obsesioné con Georgia O’Keeffe. Y a raíz de aquello quise dedicarme al arte, pero, para cuando conseguí reunir todos los materiales (pinturas, un caballete que me dejó un amigo de mi padre, un par de lienzos, aguarrás y demás), ya me había aburrido de la idea en sí misma.
En cualquier caso, aunque hubiese sido una alumna brillante, jamás me habría marchado de Nebraska mientras mi hermana estuviese aquí.
—?Queda ron? —pregunta Tayler.
—Mira a ver si hay en la cocina —contesta alguien con desgana.
—?Me acompa?as?
Asiento y salimos del salón. La cocina es peque?a y hay una pareja dándose el lote al lado de la nevera. Tayler prepara dos vasos de ron con refresco de cola y, al final, los tortolitos se marchan, imagino que a una habitación en busca de privacidad.
Contemplo los brazos musculosos de Tayler, la barba de dos días, el aro plateado que cuelga de su oreja derecha y la permanente sonrisilla de chico malo que arquea sus labios. Es atractivo, pero no de una manera tan obvia como Will. Aunque iba tres cursos por delante de mí, igual que Lucy, sé que en el instituto las chicas lo idolatraban como si fuese un cantante de rock, porque era popular y peligroso; pero, ahora que han pasado más de siete a?os desde que él cerró esa etapa, más bien parece una de esas estrellas que apuntaban alto y al final se quedaron tan solo en el intento.