El mapa de los anhelos(20)
—?Acaso hay más?
—A veces —contesto.
—?Te agobian las ataduras?
—?De verdad te interesa?
—No.
—Bien.
Nos ignoramos mutuamente hasta que él aparca. Dice que esperará en la cafetería donde estuvo el otro día y asiento antes de salir del coche.
Recorro el pasillo. Oigo los murmullos. Llego al salón.
Todos esos ojos tristes se posan en mí y me pregunto si mi mirada también esconde una pena insondable como la que encuentro en ellos. Es posible, porque siempre he pensado que mi aura es azul: desdichada, quebrada, solitaria y pálida como el cielo al amanecer cuando aún está brumoso, justo antes de que los colores del día cobren fuerza y vibren.
Faith me sonríe con dulzura y me invita a sentarme. Una se?ora llamada Dona, que rondará los setenta a?os y tiene el pelo blanco recogido en una trenza, me pregunta si quiero café y le contesto que no, pero que gracias. Luego insiste con la limonada y termino aceptando tan solo para no parecer una desagradecida antipática.
—Como comentaba, hoy Adrien quería hablar sobre los detalles. Esas peque?eces en apariencia que despiertan recuerdos inmensos en los que es fácil precipitarse.
—Fue por culpa de la tostadora —dice Adrien, que lleva una gorra de béisbol encajada en la cabeza—. En una ocasión, salimos a cenar a uno de esos restaurantes minimalistas que sirven porciones diminutas y acabamos bebiendo más vino de lo habitual. Al llegar a casa de madrugada seguíamos hambrientos, así que Kate, mi mujer, decidió hacer unas tostadas con mantequilla de cacahuete y, cuando el pan saltó, se asustó tanto que se cayó al suelo. Acabamos allí los dos, borrachos y con un ataque de risa. Fue una noche fantástica, la verdad, como volver un poco a esa adolescencia que ya nos quedaba tan lejana. Lo pasamos estupendamente. Así que hace dos días, el martes, resulta que decido cenar un sándwich de queso, saco la tostadora y meto las rebanadas en las ranuras. Sigo a lo mío mientras escucho la radio y, de pronto, ?clac!, el temporizador llega a su fin, salta el pan y el recuerdo de aquella noche me sacude como un huracán. Fue terrible. Terrible. No podía dejar de llorar. Y todo por culpa de la maldita tostadora.
Adrien se inclina para coger un pa?uelo de la caja que descansa en el centro de la mesa y el resto de los presentes aplauden tras su intervención.
Y así, uno tras otro, van abriéndose en canal.
Es un espectáculo grotesco y confortable, ambas cosas a la vez, por contradictorio que parezca. Me asombra que sean capaces de contar cosas tan personales y de hablar con tanta franqueza sobre los seres queridos que han perdido, pero, en realidad, conforme pasan los minutos, comprendo que en ocasiones resulta más sencillo hacerlo delante de desconocidos que con tu propia familia. ?No fue eso acaso lo que pensé cuando decidí ser sincera con Will y abrir la puerta que llevaba a?os cerrada y llena de telara?as?
—?Hay algo que te apetezca contarnos, Grace?
Faith tiene las manos en el regazo, sobre el vestido floreado que cae hasta sus rodillas. Desprende tanta ternura que me pregunto cómo puede vivir en Nebraska alguien que, claramente, parece hecha para estar en algún lugar luminoso cerca de la costa y no en este rincón por el que transitan huracanes y tormentas en plena primavera.
—No, creo que no.
—De acuerdo, entonces…
—Espera. Sí. Hay una cosa. No tiene importancia, pero estamos hablando justo de eso, de los detalles insignificantes en apariencia. —Tengo un nudo en la garganta por culpa de este impulso tonto que se ha apoderado de mí—. Lucy y yo no nos parecíamos en nada, aunque éramos iguales. Para mí tiene sentido. Siempre lo tuvo. Lo que quiero decir es que estábamos compenetradas; echo mucho de menos hablar con ella porque teníamos grandes conversaciones y, seamos sinceros, hay pocas cosas en la vida más difíciles que encontrar a otro ser humano con el que puedas hablar y hablar durante horas sin aburrirte ni sentir que estás perdiendo el tiempo. Y me encantaba ver películas con ella porque siempre las diseccionábamos, tanto para bien como para mal. Dejábamos el mando a distancia entre las dos y, cuando una quería comentar algo, la paraba. La mayoría de la gente odia eso porque solo quieren llegar al final de la cinta, como si la meta importase más que el camino. Pero nosotras no. También nos gustaba volver a ver nuestras favoritas y encontrar cosas que no habíamos percibido las primeras veces o sacar otras conclusiones. Nos encantaba la trilogía de Antes del amanecer. No sé cuántas veces hemos acompa?ado a Jesse y Céline paseando por las calles de Viena, París y Grecia, pero en una ocasión mi hermana paró la cinta y la rebobinó una y otra vez para oír lo que decía la protagonista: ?Necesito los peque?os detalles, son el reflejo de cada uno de nosotros. Es lo que echo de menos constantemente. Por eso no se puede reemplazar a nadie, porque todos estamos hechos de peque?os y preciosos detalles?. Y luego Lucy me preguntó: ??Crees que es una tontería aferrarme a la idea de que, a pesar de todo, de estas células rebeldes y este sistema inmune débil, sigo siendo irremplazable??.
Trago saliva con la vista clavada en la moqueta.
—?Y qué le dijiste? —pregunta Dona.