El mapa de los anhelos(27)


—?Dónde?

—En el parque de caravanas.

—Vaya.

—?Decepcionada?

—Solo sorprendida.

En el otro extremo de la ciudad, justo al lado de mi hamburguesería preferida, algunas caravanas permanecen estacionadas como viejas piezas de Lego que un ni?o olvidó al hacerse mayor. Es la zona más deprimente de Ink Lake. Nadie quiere vivir dentro de una caja de zapatos en un lugar donde abundan los huracanes y las tormentas.

—?Por qué te sorprende?

—Porque tienes un coche que vale mucho más que el sitio en el que vives.

—Fue un regalo. El coche, digo.

—?De quién?

—De mis padres.

—?Y no se plantearon comprarte una casa en lugar de un…?

—Haces demasiadas preguntas, Grace —me corta sin molestarse en disimular para cambiar de tema, y gira el volante—. ?Es por aquí?

—La casa de la esquina.

No apaga el motor al llegar.

—?Estarás bien? —pregunta.

—Sí. —Me desabrocho el cinturón y tomo aire—. Gracias por el empujón de esta noche. No tenías por qué hacer todo eso, pero lo has hecho.

—Ha sido divertido —contesta.

Abro la puerta y el frío se cuela dentro. Tomo una decisión arriesgada antes de impulsarme para salir. ?Quién sabe si es un error o un paso al frente?

—Hay algo que no te he dicho.

—?El qué? —Will me mira.

—Siempre me ha gustado el color morado: el tono oscuro de los arándanos, el del cielo tormentoso, el de las lilas o el de las piedras preciosas como la espinela o la amatista.

No le doy la oportunidad de responder antes de salir del coche, pero su expresión es tan flemática como de costumbre. Sin embargo, estoy segura de que tras la apática tranquilidad que lo caracteriza se esconde un ruido interior ensordecedor.

Lo sé porque así me siento yo todo el tiempo.





11


Echar de menos y echar de más


En ocasiones, volver a los lugares donde hemos sido felices es lo único que se necesita para que los puntos de sutura permanezcan inmóviles sobre las heridas abiertas.

La casa del abuelo Henry es un peque?o oasis en medio de la ciudad. Entre estas cuatro paredes puedo volver a ser la ni?a que se refugiaba aquí durante la ausencia de sus padres y so?aba con deslizarse por el hielo. Entonces era fácil llenar los vacíos con una mu?eca nueva o una golosina, pero conforme los a?os van quedando atrás los descosidos se vuelven irreparables y la única forma de vencerlos es aprender a vivir con ellos.

Ha salido el sol.

Me quedo un rato largo en la cama, todavía adormilada, contemplando el cielo de una jornada que promete ser luminosa. ?Aquí estoy —me digo—, un día más, un día menos. ?Será consciente el resto de la gente de que cada número que tachan del calendario es una oportunidad más de morir o de vivir? ?Y tiene algún sentido que, a pesar de tenerlo presente, los días se me amontonen unos detrás de otros como si alguien hubiese empujado las fichas de un dominó??.

Me giro y vuelvo a dormirme.

Cuando abro los ojos por segunda vez, ya son las once de la ma?ana. El familiar olor del detergente que usa el abuelo aún está impregnado en las sábanas de la habitación que a?os atrás preparó para mí y que ya rara vez uso. Bajo a la cocina, hago café y me lo tomo a sorbitos peque?os acompa?ada por el tictac del reloj.

Echo de menos al abuelo.

Echo de menos a papá.

Echo de menos a mamá.

Echo de menos a Olivia.

Echo de menos a Lucy.

Creo que, en esencia, la vida consiste en aprender a echar de menos y a echar de más. Puedo imaginar mi existencia como un tren con desolados vagones vacíos y otros llenos de gente que en realidad no me importa. La soledad erosiona. Todo el mundo habla de los beneficios de estar solo, pero ?qué tendrá que ver la soledad elegida con la soledad resignada? La única similitud es que, injustamente, comparten la misma palabra.

Al entrar en el garaje que el abuelo transformó en su taller, tengo la sensación de estar dentro de un peque?o espacio inalterable en el tiempo. El suelo está cubierto por algunas virutas de madera y serrín. Las estanterías y las mesas de trabajo contienen todo tipo de cachivaches de madera, no solo figuritas, sino también algunos muebles o piezas extra?as.

Inspiro hondo como si intentase retener la esencia del lugar. De peque?a pensaba que aquel era un sitio tan mágico como la fábrica de juguetes de Santa Claus y me encantaba ver al abuelo trabajar e inventarme historias con los juguetes de madera que tallaba.

Un rato más tarde, me visto con unos pantalones viejos y una sudadera antes de ir a casa de la se?ora Anne Rogers para pasear al perro. Cuando llego, la encuentro en el salón.

—Creía que estaba de viaje —digo.

—Lo cancelé a última hora, aunque me viene bien que te encargues de Mr. Flu porque tengo mucho trabajo, así que estaré en el despacho de arriba. Pero, antes, ?te apetece un zumo?

—Vale.

En la impoluta cocina blanca, acepto el vaso que Anne desliza por la superficie de mármol. Luego nos sumimos en un silencio incómodo. No creo que tengamos nada en común, pero atino a romper el hielo diciendo:

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