El mapa de los anhelos(29)
—Claro, joder. —Tira el cigarrillo y lo aplasta con la punta de la bota—. Pero habría estado mejor terminar la noche contigo. En mi casa. En mi cama. Sin ropa.
—Lo he pillado a la primera.
Parece molestarle el tono irritante de mi voz y no lo culpo. Los dos sabemos en qué consiste esto que tenemos, siempre ha estado claro, así que no tengo derecho a sentirme decepcionada por no encontrar en él lo que sea que esté buscando.
Me dirige una mirada exasperada antes de atacar a la yugular:
—?Nunca te has preguntado por qué en el instituto no tenías apenas amigas? Cuando te comportas así y hablas como un diccionario parece que te falte un tornillo.
—Eres un imbécil, Tayler.
Y vuelta a la dinámica habitual.
Regreso a casa. No sé qué hacer, así que salgo por la ventana y me siento en el alféizar para observar el cielo te?ido de un violeta oscuro que pronto estará salpicado de estrellas. Hay pocas cosas más placenteras que contemplar el final del día desde el tejado como un gato perezoso.
Reflexiono sobre la palabra ?bonhomía?. Siempre pensé que Lucy era un poco así: tan buena y afable que resultaba bastante ingenua. Probablemente fuese un efecto secundario de vivir a medias, balanceándose entre la salud y la enfermedad. La mayoría de la gente cree que es algo bueno, pero a mí nunca me lo pareció. En un mundo lleno de hienas hambrientas, no puede considerarse una virtud ser un ratoncito de campo ajeno al peligro.
La dulzura de Lucy despertaba en todos un instinto de protección. Me pasé la vida viéndolo en mis padres y, después, cuando crecí, también caí en el mismo error. El único que se mantuvo firme fue el abuelo. Así que, durante los últimos a?os, allané el camino. ?No es para tanto? fue la frase que más utilicé cada vez que hablaba con ella de alguna novedad que había vivido o que estaba por llegar.
—?Nunca sue?as con marcharte muy lejos de aquí? —me preguntó una vez tras encontrarme sentada en el tejado y acomodarse a mi lado. Apenas había espacio, así que estábamos juntas como dos siamesas—. El mundo es tan grande, Grace, que la idea de mantenerse agazapada en un rinconcito parece casi una estupidez. A veces pienso en lo increíble que sería coger un avión sin planificarlo demasiado y ma?ana mismo estar en medio de un glaciar, en el desierto, en la playa o en una gran ciudad.
Mantuve la vista fija en las nubes cirrocúmulos que se asemejaban a una sábana llena de arrugas tras una noche apasionada. Tomé una bocanada de aire.
—No creo que sea para tanto.
He pronunciado tantas veces mi frase estrella que, en algún momento, la línea entre lo real y lo imaginario se difuminó. ?A quién le decía aquello? ?A Lucy o a mí misma? ?Y era cierto que no me entusiasmaba la posibilidad de viajar, asistir a un concierto, tener novio, ir a la universidad, seguir patinando… o tan solo una especie de mantra que me repetí durante a?os hasta que terminé convenciéndome de ello? Porque, en esencia, cualquier opción que implicase dejar atrás a mi hermana y seguir adelante por mi cuenta no era viable.
Había nacido para salvarla. Para-salvarla. No para abandonarla.
Así que ?cómo voy a saber qué es lo que me gusta si jamás me he permitido pensar en ello, si siempre ha sido más fácil decirme que nada es para tanto…?
Entro en la habitación y cojo una libreta del escritorio y un bolígrafo. Cuando me acomodo otra vez en el hueco entre la ventana y el tejado, ya casi ha oscurecido. Repaso la conversación que tuve con Will la noche pasada. Siempre he tenido una buena memoria, aunque no sé si es una virtud o una maldición; el abuelo suele decir que ?necesitamos olvidar para respirar?. Empiezo por el principio:
Los días de lluvia. Mantequilla derritiéndose sobre una sartén caliente. La perseverancia de las moscas. Masticar las pepitas de las uvas. Las películas raras. El amor en el cine. Inventar conversaciones que nunca ocurrieron. El color morado.
Y luego sigo a partir de ahí:
La textura porosa de las piedras. El olor de los rotuladores. Ponerme pegamento en la yema de los dedos, dejar que se seque y luego quitarlo sin romperlo. Contemplar la piel erizada de otro ser humano. Las cristaleras iridiscentes. Secar flores dentro de las páginas de los libros y subrayarlos y hacerlos míos, solo míos. Las escaleras de caracol que parecen infinitas. Caminar descalza. Acelerar cuando voy en bicicleta por una calle recta y cerrar los ojos unos segundos como si quisiese desafiar a la muerte o preguntarle por qué nunca le he interesado. Las pelucas de colores, aunque nunca me he puesto ninguna. La literatura. Y el arte. Y la fotografía. Y la música clásica, sobre todo la delicadeza del piano; cuando suena siento que alguien toca teclas dentro de mi alma.
Hago una pausa y, cuando vuelvo a escribir, tengo la sensación de que mi mano se mueve siguiendo las órdenes de otra persona. Ni siquiera soy consciente de en qué momento el tiempo verbal cambia de presente a futuro.
Me gustaría aprenderme todas las constelaciones. Caminar por las calles de Viena al atardecer. Coger un tren sin saber en qué estación voy a bajar. Y volver a patinar sobre hielo sin pensar en nada, nada, nada.