La noche del cazador (Psy-Changeling #1)(28)
—?Puedo hacerte una pregunta? —dijo antes de poder autoconvencerse de no hacerla.
Pese a ser consciente de la naturaleza de ese hombre, su interés por él continuaba aumentando. Y cada vez que sucumbía a la necesidad, creaba otra grieta en el muro de su cordura, frágil de por sí. No obstante, era incapaz de remediarlo.
él se detuvo frente a la puerta que, seguramente, conducía al espacio de trabajo del jefe de obra.
—Pregunta.
—?Qué hace un cazador?
Sascha había oído rumores en la PsiNet, pero los cambiantes eran muy reservados para algunas cosas.
—Me temo que vas a tener que darme algo especial a cambio si quieres conseguir esa respuesta.
La sonrisa perezosa que se dibujó en los labios de aquel hombre hizo trizas su compostura.
—?Qué quieres saber?
—?Cuál es el índice de violencia entre la población psi? —respondió casi al mismo tiempo que ella.
Sascha no esperaba aquella pregunta, pero la respuesta era fácil y conocida.
—Prácticamente cero.
—?Estás segura? —La pregunta reverberó en el aire—. Y en cuanto a lo que hacemos los cazadores, cazamos renegados.
—?Renegados?
—Lo siento, encanto. Solo has pagado por una respuesta. —Y tras eso abrió la puerta.
Frustrada, Sascha pasó y se encontró a un suspiro de un hombre de piel oscura, con los ojos de un verde más profundo que el de Lucas. Algo en él le hizo desear dar un paso atrás… y echar a correr.
—Te presento a Clay Bennett, nuestro jefe de obra.
Sascha sabía que el cambiante que tenía ante sí era mucho más que eso.
—Se?or Bennett.
Los ojos de aquel hombre eran tan serenos que debería haberse sentido a gusto con él. En vez de eso, le recordaba a una cobra que tranquiliza a su presa produciéndole una falsa sensación de seguridad; en cuanto bajara la guardia, le infligiría un golpe mortal.
—Se?orita Duncan. Soy el hombre al que debe acudir si tiene algún problema con los materiales empleados en la construcción, con los obreros o ese tipo de cosas.
—Tomo nota. —Echó un vistazo a la enorme oficina, que albergaba un buen número de mesas y cuya pared exterior estaba formada por puertas de cristal. A la izquierda vio a Zara, y a un hombre rubio desconocido en un escritorio a la derecha. A pesar de que él no estaba mirándola, de algún modo sabía que estaba atento a su conversación—. ?Esas puertas se abren?
—Por supuesto —repuso Lucas con voz lánguida—. En el fondo somos animales… no soportamos estar encerrados.
Sascha sabía que se estaba mofando de la opinión simplista que los psi tenían de los cambiantes, que se estaba mofando de ella. El impulso de pagarle con la misma moneda era grande, y una parte insensata de ella pensaba que casi merecería la pena solo por ver la expresión de su cara.
—?Y las de los pisos superiores? —Ella misma se respondió en cuanto miró afuera—. Los árboles. Los leopardos son excelentes trepadores.
Lucas se quedó extra?amente inmóvil a su lado.
—Te has documentado bien.
—Por supuesto. Soy una psi.
Unos minutos más tarde, Sascha cerró la puerta del aseo, bajó la tapa del inodoro y se sentó. Le temblaba todo el cuerpo. Menudo chiste. Ella no era una psi. Era una mujer al borde de la locura, reducida a esconderse en los ba?os para reparar los agrietados muros de su mente.
Su agenda pitó cuando apenas había tenido tiempo de recomponer la precaria situación de su psique. Era Santano Enrique solicitando una conferencia en la PsiNet.
De pronto sintió como si tuviera la boca llena de algodón.
Enrique era un psi demasiado poderoso, con muchos a?os de experiencia a sus espaldas descubriendo errores. No deseaba que contactara con ella de ese modo.
Ningún otro consejero la había abordado jamás telepáticamente o en la PsiNet; preferían hablar cara a cara si era necesario. Y sabía por qué, naturalmente. No estaban seguros de que no hubiera heredado el mortífero don de su madre.
Rechazar la llamada de Enrique no era una opción. Tras completar apresuradamente la reparación de sus escudos, cerró los ojos y se adentró en la oscuridad. El refulgente plano de la PsiNet se abrió ante ella, colmado de infinitas estrellas, brillantes y mortecinas, grandes y peque?as, que representaban las mentes de los psi. La de Enrique resplandecía tanto como la suya. Ambos eran cardinales. La diferencia crucial era que ella no poseía un poder real en tanto que él podía pulverizarle la mente con un solo pensamiento.
La conciencia de Enrique la estaba esperando.
—Gracias por venir, Sascha.
—No puedo quedarme mucho, se?or. Me encuentro en medio de una delicada situación para la que preciso de absoluta concentración.
Mientras estuviera en la red, ni siquiera podía permitirse pensar en que lo que estaba diciendo era una mentira. Tenía que creer ciegamente cada palabra que salía de su boca.
—El acuerdo con los cambiantes.
No era una pregunta, de modo que no respondió.
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