Cuando no queden más estrellas que contar(27)
Pero allí estaba, en caída libre tras haber saltado sin paracaídas.
Alguien silbó a mi espalda y me sobresalté. Todo mi cuerpo se puso en tensión al escuchar unos pasos. No me atreví a volverme y aceleré el ritmo, consciente de pronto de lo solitaria que estaba aquella calle. Al llegar a un cruce, giré a la izquierda. Me topé con unas escaleras. Levanté la maleta y comencé a bajar.
No tardé en arrepentirme de mi decisión. La escalinata no parecía tener fin. Era estrecha y muy inclinada, y me costaba ver dónde ponía los pies. Por las vistas, deduje que conducía a la playa. Cuando por fin llegué abajo, las piernas me temblaban por el esfuerzo. Miré a mi alrededor. No muy lejos de donde me encontraba, aún quedaban algunos bares abiertos. Sus luces me permitieron ver varias hileras de sombrillas y tumbonas en una estrecha franja de arena, cerca de la orilla.
Me adentré en la oscuridad y busqué la hamaca más alejada, cerca de un par de botes varados. Metí mis cosas debajo y me recosté en la madera. El cielo estaba plagado de estrellas, que parecían temblar en lo más alto del firmamento. La brisa que soplaba era algo fresca y arrastraba un fuerte olor a sal. No me importó. Estaba tan cansada que apenas podía mantener los ojos abiertos.
Mis párpados se cerraron y me dejé llevar por el sue?o.
Me desperté de golpe, con el corazón a mil y sin ninguna noción del tiempo. Sin embargo, estaba segura de haber oído un ruido.
Miré a mi alrededor, pero no vi nada.
Entonces, me llegó el olor a tabaco.
Una inspiración. Un punto luminoso cobró fuerza con un chisporroteo. Una sonora exhalación.
Entorné los ojos y forcé la vista en la oscuridad, hasta que pude distinguir la silueta de un hombre apoyado en uno de los botes. No parecía que hubiera reparado en mi presencia, así que permanecí quieta, a la espera de que acabara su cigarrillo y se largara lo antes posible.
De pronto, algo húmedo y caliente me tocó el brazo. Di un bote y solté un grito. ?De dónde había salido ese perro? Miré sus ojos brillantes como si fuesen los del mismísimo diablo. Siempre me han dado un poco de miedo.
—Fuera —supliqué.
El perro me gru?ó y después salió corriendo.
—Tutto bene? —preguntó una voz ronca.
El tipo del bote se acercaba deprisa y el corazón me dio un vuelco.
—Sí, sí..., grazie.
Me agaché y tiré de mi maleta. Se había quedado atascada. Tiré más fuerte, la maleta se soltó y yo caí de culo sobre la arena. Oí un clic. La llama de un mechero prendió por encima de mi cabeza. Parpadeé deslumbrada y mis ojos se abrieron como platos.
—?Maya?
—?Lucas?
—?Qué haces aquí? —Abrí la boca para contestar, pero no se me ocurrió nada creíble que me ahorrara la vergüenza de ese momento. No hizo falta—. ?Pensabas pasar aquí la noche? —Sacudió la mano y la llama se apagó—. ?Joder, me he quemado!
—?Estás bien?
—Sí, no es nada. Oye, no es seguro que te quedes aquí y sola.
—Lo sé, pero no tengo muchas más opciones.
—?Por qué?
—He venido sin reserva. Pensaba que sería fácil poder encontrar alojamiento, pero ma?ana hay una fiesta importante en no sé dónde y no queda una sola cama libre en todo Sorrento.
Podía sentir su mirada en la oscuridad, también podía sentir su sonrisa.
—La festividad de San Andrés, en Amalfi —dijo.
—Sí, esa.
—Vienen miles de personas todos los a?os.
—Debe de ser una fiesta alucinante —repuse disgustada.
Lo oí suspirar y frotarse la cara. El silencio se alargó y yo empecé a inquietarme. Me ponía nerviosa no poder verle la cara. Entonces habló: —Aún queda una cama libre en Sorrento.
—?Dónde? —pregunté esperanzada.
—En mi casa. Puedes quedarte en mi casa, si tú quieres.
El corazón se me aceleró. Tener un lugar donde dormir, lavarme y cambiarme de ropa me parecía una maravilla. Aunque, por otro lado, no conocía a Lucas de nada y no pude evitar cierto reparo.
—No te ofendas, pero... —Hice una pausa, sin saber muy bien cómo continuar—. Es que no te conozco y acompa?arte a tu casa, así como así...
—?No te fías de mí? —preguntó en un tono más serio.
—No tengo motivos para no hacerlo, pero tampoco para confiar. —Me abracé el cuerpo, cansada y con frío por la humedad que se condensaba a nuestro alrededor—. Lo siento, no sé...
—No, lo entiendo. Es normal. —A mí se me encogió el corazón cuando hizo el amago de darse la vuelta y marcharse—. Vale, espera un momento...
Mis ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y pude ver con más nitidez cómo sacaba algo de su bolsillo. La luz de su teléfono nos iluminó.
—Ten. —Alargó el brazo hacia mí y me ofreció su DNI—. Puedes hacerle una foto y enviársela a una amiga, a tu madre, a tu novio... También diles dónde trabajo. —Se encogió de hombros—. ?Te hace sentir más segura?