Cuando no queden más estrellas que contar(32)
—?Chapurrea?
—Sí, eso, chapurrea. —Asintió y me dedicó una sonrisa—. Mi madre es espa?ola, vino a Italia con su familia cuando era muy joven.
Entramos en el vestíbulo y una mujer mayor abrió la puerta que se encontraba a mi izquierda.
—Giulio, la cafetera no funciona. —Se fijó en mí con curiosidad—. ?Quién es?
—Mamma, ella es...
—Maya, me llamo Maya —me apresuré a presentarme.
—Está en casa de Lucas —le explicó él.
La mujer me miró de arriba abajo y sonrió como si yo le hiciera gracia.
—Hola, Maya, yo soy Catalina. ?Has alquilado la habitación de Lucas?
—No, qué va... Yo solo... No.
Ella se fijó en mis mejillas rojas y sonrió con ternura.
—L’estate è per i giovani amanti —le dijo a Giulio en un susurro de confidencia.
él rompió a reír.
—?Qué ha dicho? —pregunté.
—Que el verano es para los jóvenes amantes —respondió Giulio.
—?Amantes? —Se refería a Lucas y a mí—. ?No! él y yo no somos... nada de eso. No.
No me salían las palabras. Esa mujer podía ser mi abuela y yo... Yo estaba medio desnuda en su vestíbulo.
—Es una broma —dijo ella.
Forcé una risa, que sonó muy ridícula. Me moría de la vergüenza y, si me quedaba allí un segundo más, me desmayaría. Estaba segura, porque mis piernas parecían de goma y se negaban a sostenerme.
—Será mejor que suba. Se me había caído el teléfono por la ventana y... solo he bajado a buscarlo. Sí, solo eso —balbuceé como una idiota—. Ha sido un placer conocerla. Conoceros a los dos.
Tiré de la camiseta hasta que las costuras crujieron y me dirigí a la escalera. Empecé a subir los pelda?os con toda la dignidad que pude, a sabiendas de que ambos me observaban. Del interior de la casa surgieron las voces de unos ni?os y una voz femenina más mayor comenzó a re?irlos.
Seguí subiendo por pura inercia, porque en ese momento todo era... demasiado. La situación se me escapaba de las manos. Me desbordaba.
Llegué al tercer piso y encontré la puerta cerrada.
?Genial?, pensé nerviosa.
Llamé al timbre. Poco después, la puerta se abrió y Lucas apareció con una toalla en las caderas y el pelo escurriendo agua. Me miró de arriba abajo, y yo lo observé del mismo modo, lo que no decía mucho en mi favor. Se hizo a un lado y me dejó pasar con una sonrisita burlona que no se molestó en disimular.
—Se me ha caído el móvil por la ventana —dije como si nada, y me dirigí al dormitorio.
—A mí me pasa todo el tiempo —replicó él en el mismo tono indiferente—. ?Te apetece desayunar? No tengo dónuts, pero sí un bizcocho que grita: ?Soy tan dulce...?.
Me sonrojé como si fuese una adolescente. Se me escapó la risa y solté la camiseta, que salió disparada hacia arriba para después caer a la altura de mi cintura. Qué importaba, si él ya lo había visto todo. Entré en el cuarto y me desplomé sobre la cama.
La situación era de locos y no tenía ni idea de cómo afrontarla. No habían pasado ni dos días desde que encontré esas fotos y ahora... Ahora estaba en la casa de ese hombre, que podía ser mi padre, y mi culo era lo primero que había visto de mí.
Mi padre...
La simple idea me hacía morir de miedo, porque él nunca había sido una posibilidad en mi vida. La hicieron desaparecer en el mismo instante que mi curiosidad despertó y noté la falta de esa pieza. Cuando me di cuenta de que no me reconocía en sus rostros, que yo era distinta, y empecé a hacer preguntas.
Me arrancaron esa posibilidad de raíz.
Y lo acepté.
Lo olvidé.
Crecí sin echarlo de menos.
O quizá sí lo hice, y por eso estaba allí, buscando desesperada un lunar sobre una ceja, un gesto compartido, una rareza heredada. Mi reflejo en la mirada de un desconocido.
Y lo más disparatado de todo era que, pese al miedo y la incertidumbre, quería quedarme allí. Reunir el valor y encontrar el momento para ense?arle esas fotos a Giulio y descubrir la verdad que se ocultaba tras ellas, si es que había alguna.
Averiguar si mi madre me había quitado esa parte de mí.
16
A los siete a?os.
—Prométeme que no vas a contarle nada a la abuela.
Contemplé a mi abuelo sin entender nada.
—?Por qué?
—Porque lo que vamos a hacer hoy es un secreto.
—Pero la abuela dice que los secretos son malos.
—No todos son malos. Este es bueno, te lo prometo.
Acepté su respuesta, aunque no estaba muy convencida, y me dediqué a observar a la gente que remaba en el estanque de El Retiro.
—?Cómo de bueno? —insistí a los pocos minutos.