Cuando no queden más estrellas que contar(33)



él me miró desde arriba y apretó mi mano.

—Muy bueno, Maya. Y si quieres que se repita, la abuela no puede saberlo. Se enfadaría mucho y no nos dejaría volver.

Yo no quería que ella se enfadara. No me gustaba cuando gritaba y rompía cosas. Incluso me daba miedo y corría a esconderme, aunque eso la hacía enojarse mucho más.

—Vale, guardaré el secreto. Lo prometo.

Noté que el abuelo se ponía tenso y que su mirada se perdía entre la gente. Una peque?a sonrisa se dibujó en su boca, colmada de tanta emoción que los ojos se le llenaron de lágrimas. Me soltó la mano y se alejó unos pasos. Se detuvo delante de alguien que yo aún no podía ver y abrió los brazos.

—?Daria!

—Hola, papá.

—Cuánto tiempo sin verte, cari?o. Te he echado mucho de menos.

—Y yo a ti. Gracias por hacer esto por mí.

—?Cómo no voy a hacerlo? Es tu hija.

El abuelo se apartó a un lado y pude ver a la persona que hablaba con él. Una mujer alta y rubia, con los ojos grises y una sonrisa muy peque?a en los labios. Ella acortó la distancia que nos separaba y se agachó para quedar a mi altura. Luego tomó mis manos entre las suyas. Le temblaban mucho y no dejaba de mirarlas. Poco a poco, alzó los ojos hacia mí y los latidos de mi corazón se dispararon sin saber muy bien el motivo.

—Hola, Maya.

—Hola —susurré.

—?Sabes quién soy?

Negué con la cabeza y la boca seca, aunque una parte de mí lo sospechaba. Como si mi cuerpo reconociera el suyo y leves recuerdos despertaran.

—No.

—?No te acuerdas de mí? —Se humedeció los labios y soltó un suspiro—. Maya, soy yo. Soy tu madre.

Pasamos ese día juntas. Comimos helado, montamos en las barcas y hablamos de muchas cosas. Un sábado increíble, en el que solo fui una ni?a, haciendo cosas de ni?a con su madre.

El abuelo no se separó de nosotras en ningún momento y tampoco dejó de sonreír. Nunca lo había visto tan feliz.

A media tarde, nos sentamos en la terraza de un bar. El abuelo entró a pedir unos granizados de limón, y ella y yo nos quedamos a solas. Puse sobre la mesa el libro de colorear y los rotuladores que me había regalado, y comencé a pasar las páginas. En otra mesa cercana, una ni?a merendaba con sus padres.

Yo no podía dejar de mirarlos, aunque hacerlo me ponía triste.

—?Por qué no vives con nosotros? —le pregunté a mi madre.

Ella me miró con los ojos muy abiertos y tragó saliva. Forzó una sonrisa que no se reflejó en su cara.

—La abuela y yo no nos llevamos bien, por eso no vivo con vosotros.

—?Y por qué vivo yo con los abuelos y no contigo? Yo quiero vivir contigo.

—Porque estás mucho mejor con ellos, te lo aseguro.

—Pero los hijos viven con sus madres, lo sé porque todos los ni?os de mi clase lo hacen.

Ella dejó escapar un suspiro entrecortado.

—No todos, Maya. A veces no es posible y los ni?os tienen que vivir con otras personas que los quieren tanto como sus mamás.

—Pues yo creo que la abuela no me quiere.

Ella me miró con inquietud.

—?Por qué dices eso? —Me encogí de hombros. No sabía responder a esa pregunta. Solo lo sentía. La mirada de mi madre se entristeció—. Es que a veces no me apetece bailar. Me gusta, pero también quiero ir a baloncesto con mi amiga Estrella, y al parque, y a los cumplea?os... La abuela no me deja.

—Te entiendo —suspiró.

Mi mirada voló hasta la ni?a. Su padre se la había sentado en el regazo y le daba muchos besos en las mejillas. Se reían sin parar y yo sonreí al verlos.

Un pensamiento inesperado se coló en mi cabeza.

—?Puedo vivir con mi padre? —pregunté casi sin voz.

Tenía siete a?os y ya sabía que todos los mamíferos tenían un papá y una mamá; y que los humanos también éramos mamíferos. Mi profesora nos lo había explicado en clase. Así que yo debía de tener un papá en alguna parte. Puede que tampoco se llevara bien con la abuela y por eso no venía a verme.

De pronto, mi madre posó su mano sobre la mía y la apretó con fuerza.

—Tú no tienes padre, Maya.

—Todos los mamíferos...

—No sé quién es tu padre. No sé cómo se llama, ni dónde vive. Nada. Así que olvídalo, porque nunca podrás conocerlo. ?Está claro?

La miré a los ojos, sorprendida por su severidad pese a la lástima que reflejaba su rostro mientras me observaba. Asentí con un nudo en la garganta.

—Sí.

—No hay un papá pensando en ti. No sabe que existes, ?lo entiendes?

—Sí —repetí con lágrimas en los ojos.

—Estas cosas pasan. Algún día lo entenderás, cuando seas mayor.

—Vale.

—Entonces, prométeme que no volverás a pensar en esto.

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