Cuando no queden más estrellas que contar(25)



Dijo que sí con la cabeza. Lanzó una mirada a mi equipaje y volvió a observarme.

—También soy de Madrid.

—?Qué coincidencia!

—No creas, te sorprendería la cantidad de espa?oles que viven en estos pueblos. Bueno, ?qué quieres tomar?

—Estooooo... —Deslicé el dedo por el menú plastificado hasta encontrar lo que quería—. Un refresco de cola, una pizza cuatro quesos y uno de esos panes tostados que he visto en las otras mesas.

—?De qué quieres el pan? Lo hay de orégano, cebolla, alcaparras, aceitunas negras...

—No sé. ?Cuál me recomiendas?

—El de aceitunas negras. Y si lo ali?as con nuestro aceite especiado, te encantará.

—Vale, pues ese.

Lo anotó todo en una libretita, sin dejar de sonreír.

—Tardará unos quince minutos.

—Vale.

Se alejó y yo me lo quedé mirando hasta que desapareció dentro del local.

Inspiré hondo y el aire salado penetró en mis pulmones.

Observé con disimulo a las personas que ocupaban las mesas. Empecé a preguntarme si de verdad había visto a Giulio o si solo había querido verlo. Ya no estaba segura.

Mi teléfono sonó dentro del bolso y lo saqué. Matías me había enviado un mensaje.

?Puedo llamarte? Estoy preocupado.

Apenas quedaba batería y no sabía cuándo podría cargarla. Debía reservarla.

No es un buen momento,

pero te prometo que estoy bien.

Pues cuéntame qué está pasando.

Al menos dime si ya has encontrado

un sitio donde quedarte.

Suspiré, y me sentía mal por no contarle más, pero si le decía dónde estaba y por qué, iba a preocuparlo. Aunque, en cierto modo, eso ya lo estaba haciendo con mi actitud.

Se llama Giulio y es italiano.

Vive en un pueblo cerca de Nápoles.

?Te refieres al tío de las fotos?

Sí. Tengo que conocerlo,

tú mismo me dijiste que lo buscara.

?Joder! ?Estás en Italia?

?Te has marchado sola y sin decir nada?

Eso he hecho, y te prometo que estoy bien.

Se te ha ido la pinza, en serio. Largarte así, sin avisar, y tan lejos.

Como si tú no hubieras hecho

cosas más locas.

Entonces, admites que es una locura.

Puse los ojos en blanco. Cuando sacaba ese lado protector, me ponía de los nervios; y lo quería mucho más por ello.

Confías en mí, ?verdad?

?Qué remedio!

Prometo que te escribiré todos los días

y te mantendré informado.

Vale.

Te quiero.

Yo también te quiero, pero sigo pensando que estás como una cabra.

Apagué el teléfono y volví a guardarlo. En ese instante, el camarero regresó con una bandeja. Dejó sobre la mesa un cesto con pan de aceitunas, una aceitera en la que flotaban hierbas y guindillas, y un refresco de cola.

—La pizza estará dentro de cinco minutos —me dijo.

—Gracias.

En cuanto se alejó, me llevé la bebida helada a los labios. Gemí al notar el sabor dulce en la lengua y las burbujas explotando bajo mi nariz, haciéndome cosquillas. A continuación, corté el pan en peque?as rebanadas y les puse aceite. Mucho aceite. Tanto que casi nadaban en él. Cerré los ojos con el primer bocado y sentí que tocaba el cielo. Estaba buenísimo. Me comí las dos primeras sin respirar. Estaba a punto de engullir la tercera cuando, de repente, comenzó a picarme la boca.

?Oh, Dios! ?Me ardía!

Bebí, me abaniqué la cara y volví a beber. Saqué la lengua y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas.

—?Cuánto aceite le has puesto? —me preguntó el camarero mientras dejaba sobre la mesa la pizza. Quise contestar, pero no podía. La sensación era horrible—. Vale, no tomes nada más, enseguida vuelvo.

Solo tardó unos segundos en regresar con un vaso de leche y otro de agua. Los puso en la mesa y se sentó frente a mí. Lo miré agradecida y empecé a beberme la leche. Poco a poco, el dolor que notaba en la boca fue disminuyendo.

—?Mejor? —me preguntó. Asentí con vehemencia—. ?No has visto las guindillas en la aceitera?

—Sí, pero no pensaba que picarían tanto. ?De dónde las sacáis, del infierno?

él se echó a reír y apoyó los antebrazos en la mesa. Me miró sin perder la sonrisa. En realidad, parecía bastante divertido por mi apuro. Entonces, sin preguntar ni pedir permiso, separó un triángulo de la pizza ya cortada y me lo ofreció.

—Come, así se te pasará antes.

—Gracias.

—La grasa del queso ayuda.

Di un mordisco y comencé a masticar. Cerré los ojos un momento y un ruidito ahogado escaló mi garganta.

—Está buenísima —dije con la boca llena.

Cuando abrí los ojos, él me miraba sin ningún pudor. Se inclinó hacia delante y yo no tuve más remedio que fijarme en él. Llevaba el cabello moreno revuelto y sin peinar, unas ondas descontroladas que le cubrían parte de las orejas y se rizaban en su nuca. Tenía una mirada intensa, que me recordaba a un mar plomizo en invierno. Una de esas que no se quedan solo en la piel, sino de las que taladran como si quisieran verlo todo de ti, medio escondida tras unas pesta?as largas y espesas.

María Martínez's Books