Cuando no queden más estrellas que contar(26)
Sin embargo, lo que más me llamó la atención de él fueron sus pecas. Las tenía por todo el rostro. Un mapa de estrellas marrones que se extendían desde su nariz hasta difuminarse en los contornos de su cara. Un rasgo que nunca me había parecido sexy en un hombre. Hasta ahora. Porque ese aire travieso y ani?ado despertó algo bajo mi piel sin yo saberlo.
—Me llamo Lucas.
—Y yo Maya.
Nos sonreímos y, con torpeza, nos inclinamos sobre la mesa para darnos dos besos a modo de saludo. Noté su piel suave en contacto con la mía y lo bien que olía, a algo cítrico con un toque amaderado que sentí pegándose a mi lengua.
—Encantado de conocerte, Maya. Y si no necesitas que apague ningún otro fuego, debo volver a la barra.
Me gui?ó un ojo con expresión seductora y se puso de pie. Me mordí el labio para contener una sonrisa.
—?A la barra?
—No suelo servir las mesas. Casi siempre me encargo de las bebidas, así que a la leche invito yo.
Asentí, sin dejar de sonreír como una idiota. Su mirada se entretuvo sobre la mía un poco más. Después se pasó la mano por la nuca y dio media vuelta.
Lo observé mientras se alejaba. Era alto, más de lo que me había parecido en un primer momento, y caminaba con zancadas largas y seguras. Me descubrí pensando que era guapo, y no de un modo clásico, tampoco deslumbrante, sino de una forma pura y sencilla. Nada estudiado y sin artificios. Ese aire descuidado que lo envolvía, la actitud reservada que no podía esconder su sonrisa, habían llamado mi atención.
Esos pensamientos hicieron que me ruborizara. No era habitual en mí fijarme de ese modo en un chico, solo por una cara bonita y unas palabras amables. Ni siquiera en aquellas circunstancias, que me hacían sentirme un poco perdida y vulnerable.
Solo hacía unos días que lo había dejado con Antoine.
Antoine...
No había vuelto a pensar en él, y darme cuenta me hizo sentir extra?a. Fría.
Habíamos sido pareja durante un a?o y me había enga?ado con otra chica. Debería sentir algo, ?no? Cualquier cosa. Sin embargo, dentro de mí no había nada.
Aparté esas ideas que tanto me inquietaban y traté de disfrutar de la cena.
Acabé la pizza y pedí un helado de postre. No me cabía nada más en el estómago, pero seguir consumiendo era el único modo de continuar allí sentada, alargando las horas de una noche que se me iba a hacer eterna sin tener adónde ir.
Poco a poco, los clientes se fueron marchando y los camareros comenzaron a limpiar y recoger las mesas. Pagué la cuenta, tomé mi equipaje y me dispuse a marcharme. Los focos que iluminaban la terraza se apagaron y solo quedó la luz amarillenta de las farolas.
Mientras me alejaba, eché un vistazo fugaz al interior del restaurante. Vi a Lucas tras la barra, secando con manos rápidas unos vasos. No sé por qué, pero deseé que levantara la cabeza y nuestras miradas se encontraran.
Queda bonito en las películas, ?verdad? Esa conexión predestinada que nos golpea con la fuerza de un tsunami. Con la que so?amos y, al mismo tiempo, de la que renegamos, porque el amor a primera vista es imposible.
No es real.
Todo el mundo debería saberlo.
Ese amor, que explota de la nada como una supernova, no existe. Solo es un pensamiento idealizado, que solemos confundir con otra reacción química igual de arrolladora: la atracción. Ese algo que te hace mirar los labios de un desconocido y que los tuyos se entreabran por puro reflejo. Que tu piel se erice allí donde sus ojos se posan. Ese estremecimiento tan íntimo que te hace contraer los músculos y aguantar la respiración. Esa mirada que, de repente, te hace sentir. Cosas buenas. Agradables. A veces desconocidas. Ese aroma único y personal que provoca una liberación descontrolada de endorfinas que invaden tu sangre como una droga y crean una dependencia inmediata.
Y te descubres necesitando otra dosis.
En forma de sonrisa.
De mirada.
De un olor que se te pega en la lengua y que paladeas mucho tiempo después.
Y la atracción se transforma en deseo.
Del que duele y no se calma.
Pero Lucas no levantó la cabeza y yo me alejé.
Este podría haber sido el final.
Sin embargo, no estaba destinado a serlo.
Solo fue una oportunidad para ignorar las se?ales. Para poder huir.
No lo hice, me quedé.
Porque hay trenes que solo pasan una vez.
Que ya no vuelven.
Y te subes sin dudar, aunque sepas que van a estrellarse.
Porque es más fácil seguir viviendo con la certeza de lo que no fue que con la incertidumbre de lo que podría haber sido.
Es así.
14
Deambulé sin rumbo, con el eco de mi maleta traqueteando a mi espalda, y solo podía pensar en lo extra?a y patética que estaba siendo esa noche. Cuantas más vueltas le daba, más me convencía de que había cometido una locura. Marcharme a cientos de kilómetros, con cuatro trapos en una maleta y un ?quizá?. Sin pensar. Sin medir las consecuencias. Nunca había hecho nada parecido, y las pocas decisiones que había tomado por mi cuenta a lo largo de mi vida las había meditado a conciencia.