Cuando no queden más estrellas que contar(22)
Me puse en pie y fui corriendo al ba?o, disculpándome cada vez que golpeaba a alguien con mi bolso. Me escondí en ese diminuto espacio y cerré los ojos. No podía respirar. Lo intentaba, pero era como si algo tuviera agarrados mis pulmones y no los soltara. Abrí el grifo y me mojé la cara y el cuello. Después apoyé las manos a ambos lados del espejo y me concentré en mis ojos.
Una profunda inhalación. Dos. Tres...
Al cabo de unos minutos, conseguí respirar otra vez y dejé de sentir esa ansiedad tan angustiosa. Más tranquila, regresé a mi asiento. La mujer de al lado me observó sin ningún disimulo y se inclinó hacia mí.
—?Mejor?
La miré de reojo y me topé con una sonrisa amable.
—Sí, gracias.
—Llevo tantos a?os sufriendo ataques de pánico que reconozco uno a kilómetros. Por suerte, acaban pasando. Parece que te vas a morir, pero nunca sucede, ?verdad? Yo siempre pienso en eso, en que pasará.
Asentí, sin saber qué responder. Entonces, ella sacó un pu?ado de caramelos de su bolso y me ofreció uno. Lo tomé por educación. Volví a mirarla. Hablaba un espa?ol perfecto, pero su acento era de otra parte. No supe identificarlo.
—Gracias —susurré.
—?Vacaciones?
—?Disculpe?
—Si vas a Roma de vacaciones.
—Ah, no, me dirijo a Sorrento, pero el billete era mucho más barato si volaba hasta Roma.
—Conozco Sorrento. ?Es precioso! ?Es la primera vez que lo visitas?
—Sí.
—No dudes en ver la catedral, es una maravilla. —Le dediqué una sonrisa mientras le daba vueltas al caramelo en la boca—. Y si tienes tiempo, visita las ruinas de Pompeya. No quedan muy lejos. Mi hija vive en Roma desde hace a?os y todos los veranos voy a verla. A mi hija, no las ruinas —apuntó con una sonrisa—. Me instalo un mes con ella y aprovecho para hacer turismo. Mi Lorenzo prefiere quedarse en Toledo, no le gustan los aviones. ?Qué hombre más soso y testarudo! —exclamó—. ?Sabes? Aún no sé cómo me lio para que me casara con él y me quedara en Espa?a.
Sacó la lengua con un gesto de disgusto que me hizo mucha gracia.
—?De dónde es usted?
—De Chile. Solo tenía dieciocho a?os cuando vine a Espa?a con mis padres a la boda de unos familiares. Y ya sabes lo que dicen, de una boda siempre sale otra, y mi Lorenzo siempre ha tenido los ojos más bonitos del mundo. Aunque ahora no es que vea mucho. —Rompió a reír y yo me contagié de su risa—. Por cierto, me llamo Chabela.
—Yo soy Maya.
—Es un nombre precioso.
Chabela continuó hablando sin parar. Me contó cosas sobre su marido, sus hijos y sus nietos, a los que adoraba. Sobre todo al más peque?o, mucho más sensible que el resto. Me recomendó libros de autoayuda para controlar la ansiedad y hasta me explicó cómo hacer un buen bizcocho de yogur. Nada de aceite, solo mantequilla. Resultó que Chabela era una mujer encantadora y muy cari?osa, con una risa fácil y contagiosa.
Yo no podía dejar de mirarla. Debía de tener la edad de mi abuela, pero eran tan distintas... Ojalá hubiera tenido una Chabela en mi vida.
Bajamos juntas del avión y, cogidas del brazo, nos dirigimos a buscar nuestras maletas. La acompa?é hasta que localizó a su familia y nos despedimos con un abrazo.
—Sigue las indicaciones, la estación no tiene pérdida. Compra un billete a Nápoles y, una vez allí, busca la línea Circumvesuviana, sale un tren cada media hora y no cuesta más de cinco euros, pero debes tener cuidado con los carteristas y no perder de vista tu equipaje. Es un viaje un poco pesado, aunque merece la pena por lo bonito que es.
—Gracias, Chabela, por todo.
—Nada, preciosa, y ten cuidado. Una chica sola siempre llama la atención.
—Lo tendré.
—Adiós.
Yo no respondí, solo la observé alejarse.
Un viento cálido me recibió a la salida del aeropuerto de Fiumicino.
Me quedé inmóvil en la acera, más consciente que nunca de dónde me encontraba. Pensé en dar media vuelta y tomar un avión de regreso a Espa?a. Ahora que volvía a ser yo, y no una loca desquiciada, mi mente funcionaba con lucidez. Mi abuelo me había dado tres mil euros, era mucho dinero, y con eso podría alquilar una habitación e ir tirando hasta encontrar trabajo.
Era lo más sensato.
Lo más prudente en mi situación.
Sin embargo, no me moví. Mis pies parecían anclados al suelo. La gente pasaba por mi lado y yo seguía quieta como una estatua. Pensando. Dudando. ?Qué me esperaba realmente en Espa?a? Nada, salvo Matías, y él tenía su vida. Además, pronto se iría de vacaciones a Gijón con su familia.
?Oh, Matías!
Me había ido sin decirle nada. Saqué mi teléfono del bolso y lo encendí. De repente, entraron un montón de mensajes. Eran suyos, me preguntaba si estaba bien y si quería salir a tomar algo. En el último parecía bastante cabreado y amenazaba con denunciar mi desaparición. Le escribí, asegurándole que me encontraba bien y que pronto se lo contaría todo.