Cuando no queden más estrellas que contar(18)



Matías frunció el ce?o y acercó la nariz al papel. De repente, sus ojos se abrieron como platos.

—?No me jodas!

Tragué saliva para aflojar el nudo que se me había hecho en la garganta.

—No me lo estoy imaginando, ?verdad? Me parezco a él.

—Ni?a, sois iguales.

Noté que me flaqueaban las rodillas, y tuve que apoyarme en la pared.

—Ella siempre dijo que yo fui fruto de un desliz con un desconocido. Que no sabía nada de él y, mucho menos, cómo localizarlo. Pero estas fotos indican otra cosa. Además, las tenía escondidas. Si esa caja no se hubiera roto...

Matías negó con la cabeza y se colocó a mi lado en la pared, con la mirada revoloteando por mi cara.

—?Qué quieres hacer?

—No estoy segura. Nunca le di mucha importancia al hecho de no tener un padre, que ni siquiera sabía que yo existía. Pero ahora... No sé... ?Y si de verdad es mi padre? ?Sabe que existo? ?Dónde está?

—Deberías enfrentar a tu madre y exigirle que te cuente la verdad.

—Han pasado veintidós a?os, ?crees que de haber querido no me lo habría contado ya? Y no es que confíe mucho en lo que pueda decir, ?sabes? Si este hombre es quien creo que es, ella ha hecho todo lo posible por ocultarlo.

—?Entonces?

—No tengo ni idea, Matías. Ahora mismo estoy hecha un lío. No sé lo que siento, si deseo saber quién es, si quiero conocerlo... Puede que nuestro parecido sea pura casualidad y que esté alucinando mucho. —Negué con la cabeza, frustrada por tantos pensamientos imprecisos, por la incertidumbre que se apoderaba de mí.

—Si yo tuviera una hija por ahí, me gustaría saberlo.

—?Y si ya lo sabe?

—Si ese fuera el caso, todo se reduce a lo que tú necesites. No tienes por qué respetar sus decisiones. Te afectan demasiado.

Cerré los ojos y pensé en lo que había dicho mi amigo. Traté de acallar las voces que me embotaban la cabeza, las que surgían de la parte racional y lógica de mi mente. La que se debatía entre lo seguro y lo correcto. La que tenía miedo a sufrir y prefería ignorar las pruebas. La que pensaba en los demás antes que en sí misma.

Matías tenía razón. Yo no había nacido por arte de magia. Tenía un padre y una madre con los que no me relacionaba, porque así lo habían decidido ellos. Pero ?qué pasaba con lo que yo quería? ?Por qué debía aceptar sin más una realidad que había condicionado mi vida desde siempre?

De pronto, las palabras salieron solas, empujadas por una ansiedad hasta ahora desconocida para mí.

—Necesito saber si es mi padre. Y si realmente lo es, quiero conocerlo. Quiero saber su nombre, su edad, dónde vive y a qué se dedica. Si tiene una familia. Cómo suena su voz y a qué huele su piel. Necesito saber si me conoce y si piensa en mí alguna vez.

—Pues hazlo, Maya. Busca a ese hombre.

Asentí, cada vez más convencida de que ese era mi deber.

—Voy a hacerlo.





11




Siempre hay un primer paso. Ese que nos pone en camino y marca todos los que vendrán después. El que se convierte en brújula y nos se?ala una dirección. Encontrar esas fotografías fue mi primer paso en un viaje cuyo destino aún hoy desconozco. Porque así es la vida, aleatoria, impredecible, imposible de planificar. Y no dejas de vivirla hasta el día que mueres, porque ese es su verdadero destino. Su fin.

Cuando llega ese momento clave que lo cambia todo, el paso que alterará tu rumbo, lo sabes. Lo sientes. Puede que se te corte la respiración. Que solo sea un cosquilleo molesto. Un presentimiento que no te deja concentrarte o un nudo en el pecho que te hace mirar por encima del hombro.

Y lo sabes.

Yo lo sentí a la ma?ana siguiente, después de toda la noche sin dormir.

Me levanté temprano y me dirigí al Real Conservatorio Profesional de Danza. Tenía la certeza absoluta de que mi madre no me daría las respuestas que buscaba si mis preguntas solo se basaban en suposiciones. Por ello necesitaba mucho más que una foto y un parecido.

Sabía que Fiodora continuaba dando clases todos los martes y jueves, de nueve a once, y que le gustaba llegar con bastante antelación. La esperé en la entrada, hecha un manojo de nervios. Cuando la vi aparecer por la puerta principal, corrí a su encuentro.

—Maya, ?qué haces aquí? —me preguntó con una gran sonrisa—. Estás estupenda.

—He venido a verte.

Algo debió de notar, porque la sonrisa se borró de su rostro y, con una mano en mi espalda, me apartó a un rincón. Conocía a Fiodora desde que entré en el mundo del ballet a los ocho a?os y siempre había sido muy buena conmigo. Una mentora.

—?Viste mi mensaje? Siento tanto que hayas tenido que abandonar la compa?ía.

—Sí, lo vi. Gracias. Pero no he venido por eso —le dije.

—?Va todo bien?

Saqué las fotografías de mi bolso y se las mostré.

—?Conoces al chico que está con mi madre?

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