Cuando no queden más estrellas que contar(15)
Percibí el sarcasmo en su voz. Los reproches. El tono afilado con el que seguía culpándome de lo que ella consideraba la magnitud total de su fracaso. La maldad que impregnaba sus palabras. Sabía tan bien como yo que ese tren ya había pasado y que no volvería. Lo mucho que me dolía haber perdido esa oportunidad.
—Olga —mi abuelo le llamó la atención.
—?Acaso no es cierto? Iba a marcharse y a dejarnos aquí, después de todo lo que me he sacrificado por ella. De todo el tiempo que le he dedicado para que fuese alguien.
Abrí la boca para defenderme de su ataque, pero no lo hice. No tenía fuerzas para indignarme ni decir una palabra, estaba derrotada. Me sentía indefensa. Escuchar esas palabras me había dejado helada. Ni siquiera se había inmutado al decirlas, y sentí como si una parte de mí muriera.
—?De cuánto tiempo dispongo?
—El piso debe quedar libre dentro de tres días —dijo mi tío.
Asentí y salí del salón sin decir nada más. Mis pies se movieron de forma automática hasta mi cuarto. Una vez dentro, cerré la puerta y me apoyé contra la madera. Sentía que me faltaba el aliento, como si una mano invisible aferrara mi garganta, impidiendo que pasara el aire.
Acababan de darme la patada, sin preludios ni pa?os calientes.
Siempre me sentí sola dentro de mi propia familia.
Siempre hubo un ellos y un yo. Separados por una línea gruesa y marcada, que nos dividía como si fuésemos equipos rivales dentro de un campo de juego. Nunca supe el motivo. Si era culpa de mi aspecto, tan distinto al suyo. Por tener una madre ausente, la oveja negra de la familia. O porque mi padre era un desconocido que no sabía de mi existencia.
Fui fruto de un error que nadie deseaba. Cambié sus vidas. Trunqué un sue?o y después tuve que enmendarlo. Hacerlo real. Cumplirlo.
No lo logré.
Me acerqué a la ventana y bajé la persiana para aliviar un poco el calor. Entonces, sonaron unos golpes en la puerta, el pomo giró y vi la cara de mi abuelo asomándose.
—?Maya?
Fui hasta él y lo tomé por el brazo.
—?Necesitas algo?
Me apretó la mano y negó con la cabeza. Luego lo conduje hasta mi cama y lo ayudé a sentarse.
—No consigo que razone. Cuando algo se le mete en la cabeza, no ve más allá. Se niega a escuchar —me dijo muy apenado.
—No te preocupes. No quiero que discutas con ella por mi culpa.
—?Cómo no me voy a preocupar, hija? Dejarte así, desamparada.
Me acomodé a su lado y sonreí con resignación.
—Me las apa?aré, ya no soy una ni?a.
—Nunca has sido una ni?a —musitó apesadumbrado—. Ojalá pudiera hacer algo, pero desde que perdí la visión, todos me tratan como si fuese idiota. Un cero a la izquierda, cuya opinión no cuenta. ?Me he quedado ciego, no tonto! Mi cabeza funciona perfectamente.
—Claro que funciona. —Guardé silencio un momento—. En el fondo, no es mala idea que os mudéis con los tíos. Tienen una casa estupenda, con un jardín muy grande. Podrás tomar el sol y dar paseos por la playa.
él chasqueó la lengua con disgusto.
—No me gusta la playa.
Sonreí aunque no podía verme y apoyé la cabeza en su hombro. Quería a mi abuelo con locura. No puedo decir que fuese como un padre para mí, porque nunca intentó ocupar ese lugar, pero trató de criarme lo mejor que pudo y sus brazos siempre estaban ahí para consolarme. Solo los suyos.
—Todo irá bien —susurré.
—Eso tendría que decirlo yo. —Hizo una larga pausa—. Quizá no debí quererla tanto. Si la hubiera querido un poco menos, habría tenido el valor para enfrentarme a ella y decirle que ese no era el modo de criar a nuestra nieta. Sin embargo, se lo permití.
?Yo también se lo permití?, pensé.
Nos quedamos en silencio, con el sonido del tráfico de fondo y el traqueteo de la lavadora al otro lado del pasillo.
—?En qué piensas? —me preguntó al cabo de unos minutos.
—En que no sé dónde voy a meter todas mis cosas —respondí mientras miraba a mi alrededor.
El dolor que sentía en el pecho no se iba, y aumentó al darme cuenta de que dentro de unos días otros cuadros decorarían mis paredes, otra ropa colgaría del armario y otra persona dormiría en mi cama.
—Puedes bajarlas al trastero; vamos a conservarlo.
—Vale.
—Todo irá bien —dijo en voz baja mientras buscaba mi mano con la suya.
—Lo sé.
Y rogué en silencio que fuese verdad.
10
—Y aquí está el ba?o. Es un poco peque?o y no tiene ventana, pero para ducharse y plantar un pino no hace falta mucho más, ?verdad?
Miré al chico que me estaba ense?ando la casa y parpadeé alucinada. Solo llevaba puestos unos slips y una camiseta sin mangas que no había visto una lavadora en mucho tiempo. De sus labios colgaba un porro y el olor comenzaba a marearme. Me dedicó una sonrisa y se pasó la mano por el pelo. Yo miré de nuevo el cuarto diminuto y entrecerré los ojos. Había moho en el techo y las juntas de los azulejos tenían un color amarillento muy raro. Parecía que nadie había limpiado en meses, y el olor...