Cuando no queden más estrellas que contar(11)
Me senté en el suelo, con la espalda pegada al espejo, y observé a mi madre con una sonrisa.
—Otra vez, Daria —le indicó mi abuela mientras se movía a su alrededor—. Pirouette en dedans, attitude derrière... Pirouette en posición attitude y arabesque. ?No dobles la rodilla! Bien, développé en posición écarté devant, attitude derrière... Grand allegro..., jeté, jeté y grand jeté.
Al tocar el suelo, mi madre trastabilló hacia delante.
—Lo siento —se apresuró a disculparse.
—Por Dios, pareces una principiante. ?Concéntrate!
—Llevo horas aquí, estoy cansada.
—Pronto serán las audiciones; no puedes aflojar ahora —replicó mi abuela con severidad.
Vi como mi madre apretaba los párpados muy fuerte y su pecho se llenaba con una brusca inspiración. No sé por qué, pero sentí ganas de llorar. La observé. Siempre parecía tan triste, rodeada por un halo de desolación que apagaba su mirada.
La voz de mi abuela resonó entre los espejos y me sobresaltó. Dijo algo en ucraniano, apagó la música y salió del aula a toda prisa. Yo no me moví. Solo podía mirar a mamá. Se acercó a la ventana y apoyó las manos en el cristal. Permaneció allí un largo instante, temblando, hasta que poco a poco comenzó a mecerse.
Unos tenues rayos de sol dibujaban extra?os reflejos en el suelo e iluminaban sus pies.
Se alzó sobre las puntas. Unos compases inaudibles guiaban sus manos, sus brazos y sus piernas. Giraba y saltaba en el aire, para descender con la elegancia de una pluma. La música sonaba dentro de ella y yo no podía dejar de mirarla.
Mi madre era muy guapa. Tenía el pelo rubio y unos ojos grises que siempre se llenaban de lágrimas cuando me observaban. Quizá por ese motivo no solía mirarme a menudo y prefería contemplar el suelo.
Un peso se instaló en mi pecho. Sus emociones llegaban hasta mí, pero no las entendía. Solo las sentía. Nunca la había visto bailar de ese modo y era tan bonito. Tan aterrador.
—?Por qué bailas así, mami?
—No bailo, Maya.
—?Y qué haces?
—Vuelo. ?No lo ves? Estoy volando.
Dio otro salto y agitó los brazos como si fuese un elegante cisne.
—Pero tú no tienes alas, mami.
—Sí que las tengo, pero son invisibles; por eso no puedes verlas.
Sonreí y comencé a imitarla. Di saltitos y coloqué las manos como me había ense?ado la abuela.
—Yo también quiero, mami. ?Puedo tener unas alas invisibles como las tuyas?
—Claro, Maya. Algún día descubrirás las tuyas y volarás muy lejos.
—?Adónde?
—Adonde tú quieras, porque lo de menos es el lugar. Lo importante es que serás libre.
Me tomó de las manos y me hizo girar. Vi lágrimas en sus ojos y cómo su sonrisa se hacía mucho más amplia. Me alzó en el aire y yo reí.
—?Libre! —grité.
—Libre —repitió ella. Me abrazó y continuó girando conmigo entre sus brazos—. Lo siento, Maya. Lo siento mucho.
—?Qué sientes, mami?
—No ser más fuerte.
No entendí qué quería decir. Para mí era muy fuerte y en ese momento hacía que yo volara muy alto sin tener alas. Me miró a los ojos como nunca antes lo había hecho, y no apartó la mirada durante mucho tiempo. Después, me dio un beso y me dejó en el suelo.
Esa misma noche se marchó sin despedirse.
Sin decir adónde.
Solo se fue.
8
La felicidad no depende de lo que nos pueda pasar, sino de cómo percibimos aquello que nos ocurre. Yo aún no había descubierto esa verdad cuando me reuní con Natalia y el resto de su equipo. Así que salí de esa reunión con sabor a despedida, pensando solo en los hechos y su significado, y no en cómo me sentía realmente con lo sucedido.
Los hechos eran simples. Me había lesionado. El ballet profesional se había terminado para mí. Tenía veintidós a?os y dieciocho de ellos los había consagrado a esa disciplina, mi único objetivo siempre fue ser bailarina principal en una gran compa?ía. Había so?ado con formar parte del Ballet de la ópera de París, del Mariinski o del Bolshói. Todo esto me había llevado a vivir en un mundo propio, donde solo el baile tenía razón de ser. Un mundo que exigía mucho sacrificio. Que podía ser muy ingrato si no destacabas. Un mundo al que me había entregado en cuerpo y alma, y que ya no tenía espacio para mí.
La puerta se había cerrado en mis narices.
Solo podía pensar en el fracaso que suponía. En la decepción de mi abuela. En todo el trabajo perdido y el sufrimiento para alcanzar cada pelda?o que había defendido con u?as y dientes.
Sin embargo, no me detuve a pensar en cómo me sentía de verdad. En esa cadena que se había aflojado en torno a mi pecho y que no percibí. En ese soplo de aire que se coló entre tanta infelicidad acumulada y que no noté. Capas y capas que se habían ido pegando a mi piel y que ahora sentía tan mías como si hubiera nacido con ellas.