Cuando no queden más estrellas que contar(6)
Tú eres más importante.
Sonreí. Adoraba a Matías.
Me asomé a la ventana y esperé hasta que vi a mi amigo caminando por la acera. Lo saludé con la mano y le pedí que me esperara abajo. En el salón solo se encontraba mi abuelo, y desde la cocina surgían las voces de Carmen y mi abuela organizando la lista de la compra y las comidas. Me acerqué a él y posé mi mano sobre la suya.
—Lo siento —susurré.
él esbozó una peque?a sonrisa.
—No has hecho nada malo. Y no te preocupes por ella, ya se le pasará. Es dura contigo porque la criaron de ese modo. Si hubieras conocido a su madre, la entenderías.
Me mordí el labio con fuerza y asentí, aunque no estaba de acuerdo con él. Mi abuelo la adoraba y siempre la disculpaba, y arreglaba a su manera los destrozos que ella causaba. Solo que no todo podía arreglarse, y menos las personas. Un espíritu quebrado no se compone de trozos que se puedan pegar. Es como el agua que se escurre entre los dedos y se filtra en la tierra seca. Es la ceniza que queda tras el paso del fuego y se deshace con un peque?o soplo. Es un trozo de hielo bajo el sol. Desaparece y no hay modo de recuperarlo.
—Ya... —musité.
—No es el fin del mundo, aunque pueda parecerlo, Maya. No olvides que cuando una puerta se cierra, siempre se abre una ventana.
—?Y si la ventana también se cierra?
—Golpeas la pared hasta abrir un agujero.
Lo miré y le dediqué una sonrisa, a pesar de que sabía que no podía verme. Le di un beso en la mejilla.
—Voy a salir a dar un paseo.
—Ten cuidado.
Me escabullí sin hacer ruido y bajé las escaleras a toda prisa. Matías me recibió con los brazos abiertos y me apretujó contra su pecho como si hiciese meses que no nos veíamos. Me miró a los ojos y chasqueó la lengua al ver que los tenía hinchados y rojos.
—Necesitamos una cerveza y un pincho de tortilla.
—Solo son las once. Además, ?qué pasa con tu dieta?
—Que le den a la dieta. Esta noche no ceno y listo.
—Matías... —susurré.
Me preocupaba su salud en ese sentido, porque debía hacer muchos sacrificios para mantener su cuerpo esbelto y dentro de un peso aceptable. El problema era que del sacrificio a un trastorno solo había una línea muy delgada, fácil de cruzar. Lo había visto muchas veces a lo largo de los a?os y no todo el mundo lograba salir de ese agujero.
Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.
Conocía a Matías desde los ocho a?os, cuando ambos nos presentamos a las pruebas de acceso al conservatorio. Nos colocaron en el mismo grupo y compartimos los nervios de las audiciones. Semanas después volvimos a coincidir, esta vez como compa?eros de clase. Y nos hicimos inseparables.
Enlacé mi brazo con el suyo y nos dirigimos al centro.
—?Qué te ha dicho el médico? —me preguntó.
—Que no puedo continuar en el ballet profesional. Tengo la pierna destrozada y, si sigo bailando con esa exigencia, acabaré necesitando un bastón para caminar, o algo aún peor.
Matías se detuvo y me miró con los ojos muy abiertos. Era evidente que no esperaba tal noticia.
—Pedirás una segunda opinión, ?no?
—?Para qué? Eloy Sanz es el mejor traumatólogo de este país. Si él no ha podido arreglarme, nadie lo hará. Se acabó, Matías, no volveré a bailar en un escenario.
él suspiró consternado. De repente, me abrazó de nuevo. Me estrechó muy fuerte, aunque de un modo distinto, con una emoción que me atravesó la piel y llenó mis ojos de lágrimas.
—Lo siento mucho, Maya. Joder, no sé qué decir.
Asentí con el rostro escondido en su cuello.
—?Y ahora qué? No sé hacer otra cosa.
Matías me rodeó los hombros con el brazo y me instó a seguir caminando.
—Podrías convertirte en profesora, aún estás a tiempo de matricularte en María de ávila. No creo que tengas problemas para entrar.
—Pedagogía son cuatro a?os de estudios y no sé si tengo madera para ense?ar.
—También podrías formarte como coreógrafa. Eres muy creativa y tienes un gran sentido artístico.
Medité sus sugerencias. No conocía otro mundo más allá de las puntas, las barras y los pasos de ballet. Convertirme en profesora me mantendría cerca de lo que consideraba un hogar, pero no estaba segura de tener tal vocación. Tampoco el carácter.
La coreografía era otra cosa, siempre me había fascinado esa parte. Crear de la nada toda una historia, transformarla en movimientos, gestos y expresiones... En emociones que hicieran sentir.
—Me lo pensaré, pero antes tengo que buscar un trabajo. Haga lo que haga, necesito dinero. Ahora mismo no podría pagar ni las tasas de la matrícula.
—Así me gusta, resuelta y sin lamentaciones. La mirada puesta en el futuro.
—Estoy hecha una mierda, Matías —le confesé—. Me siento dentro de una pesadilla de la que no sé cómo despertar.