Cuando no queden más estrellas que contar(4)
—Doctor Sanz, me alegro de volver a verlo —saludó ella.
—Lo mismo digo, se?ora Yarovenka —respondió mi traumatólogo desde su mesa.
—Llámeme Olga, por favor. No soy tan mayor.
él asintió y nos dedicó una sonrisa.
—Sentaos, por favor.
—Gracias.
Con un gesto de concentración, el doctor Sanz se puso a teclear en su ordenador. Su mirada se deslizaba por la pantalla, al tiempo que unas arruguitas aparecían y desaparecían en su frente. Tras unos segundos, sus ojos amables se posaron en mí.
—Bueno, Maya, ?qué tal estás?
—Bien.
—?Sigues con la rehabilitación?
—Acude puntual a todas las sesiones —respondió mi abuela.
El doctor Sanz asintió sin apartar sus ojos de mí.
—?Dolores, calambres, inflamación...?
—Nada de nada, se encuentra perfecta —volvió a contestar ella por mí.
Yo asentí en respuesta, aunque no era cierto. Tenía molestias en la rodilla y el tobillo solía dolerme a menudo cuando forzaba la pierna más de la cuenta. Sin embargo, no iba a confesarlo. El dolor ya forma parte del ballet sin necesidad de una lesión. Te acostumbras a él y se convierte en un elemento más de tu día a día. Además, yo quería volver a bailar y no iba a poner en riesgo esa posibilidad por algo que podía controlar con analgésicos y antiinflamatorios.
—Eso está bien —dijo él.
Miró de nuevo la pantalla del ordenador y comenzó a clicar con el ratón. Desde mi posición pude ver cómo abría radiografías, analíticas y otras pruebas que me habían hecho unos días antes. Tragué saliva, cada vez más nerviosa, y empecé a tirar de un pellejito que tenía en el dedo.
—?Podrá volver a bailar? —preguntó mi abuela de repente.
Su voz sonó como un azote y mis tripas se encogieron.
Miré al médico y contuve el aliento mientras él alzaba las cejas.
—Sí, claro que podrá...
—?Gracias a Dios! —exclamó ella.
Yo solté de golpe todo el aire que estaba conteniendo.
—Pero no de forma profesional como hasta ahora, lo siento —apuntó él en un tono compasivo. El suelo se abrió bajo mis pies y noté que mis ojos se llenaban de lágrimas. Me sostuvo la mirada mientras ignoraba la batería de preguntas que mi abuela estaba soltando casi sin respirar—. Maya, tus análisis siguen mostrando las enzimas CK muy altas, eso significa que el da?o muscular es permanente. El resto de pruebas lo confirman. Tu pierna no soportará un a?o más de ballet profesional, puede que ni siquiera medio. Ya tenías lesiones anteriores al accidente: bursitis, tendinitis, debilidad ósea... —Hizo una pausa y se inclinó hacia delante, buscando toda mi atención—. Solo tienes veintidós a?os, te queda mucha vida por vivir, ?quieres hacerlo con un bastón en el mejor de los casos o en una silla de ruedas para siempre?
Negué con la cabeza. Nadie quiere pasarse su vida en una silla de ruedas, pero...
—?Y no hay nada más que pueda hacer? —pregunté casi sin voz.
El doctor Sanz apoyó la espalda en su sillón y entrelazó las manos sobre la mesa.
—Maya, no eres la primera bailarina a la que trato, y he visto de primera mano lo que esta disciplina le hace a un cuerpo. Con tu pierna en esas condiciones, habrá más lesiones que irán empeorando. Si regresas al ballet profesional, perderás mucho más que tu carrera.
3
Mi abuela no dejó de maldecir mientras regresábamos a casa en su coche. Durante cuarenta minutos tuve que oír lo decepcionada y dolida que se sentía. Defraudada de un modo que jamás lograría compensarle, tras haber sacrificado tantos a?os por mí.
Me relató por enésima vez todo lo que había hecho por mi futuro, desde que empezó a darme clases cuando yo solo era una ni?a muy peque?a. Me había dedicado su tiempo para formarme en su academia de baile y, a?os más tarde, cuando entré en el Real Conservatorio de Danza Mariemma, continuó guiándome desde la sombra. Controlaba mi tiempo, mis estudios, lo que dormía, lo que comía, cómo vestía y hasta con quién me relacionaba.
Crecí bajo sus alas, con la mirada puesta en una meta que ella también había decidido por mí. Debía convertirme en primera figura de la Compa?ía Nacional de Danza. Ni más ni menos. Tenía que ser ese puesto en concreto y nunca cedió, ni cuando otras compa?ías se interesaron por mí.
Con el tiempo descubrí que su obsesión ocultaba un motivo personal. Lo averigüé por casualidad, cuando a Fiodora, una de mis profesoras en el conservatorio y más tarde repetidora en la compa?ía, se le escapó que Olga había sido rechazada durante a?os en todas las audiciones a las que se presentó. Ni siquiera llegó a formar parte del cuerpo de baile.
Acabó montando su propia escuela de ballet en el barrio de Delicias, donde fue a vivir con mi abuelo después de casarse, y allí formó a decenas de ni?as y ni?os para los distintos centros de danza y conservatorios. Sus angelitos, como a ella le gustaba llamarlos.