Cuando no queden más estrellas que contar(5)
Accedimos al ascensor desde el garaje y ella continuaba con sus reproches. Dejé de escucharla cuando entramos en casa y vi a mi abuelo junto al balcón abierto. Carmen, la mujer que nos ayudaba a cuidarlo, se encontraba sentada a su lado y le leía el periódico. Se detuvo al vernos.
Mi abuelo ladeó la cabeza y su mirada perdida revoloteó por el salón al encuentro de nuestras voces. Hacía a?os que su visión se había ido deteriorando por culpa de la diabetes y ahora apenas percibía luces y sombras.
—?Qué ocurre? —preguntó.
—?Que qué ocurre? Se acabó, eso es lo que ocurre. Toda su carrera por la borda. El esfuerzo de tantos a?os, la dedicación y el dinero invertido en su educación. ?Todo a la basura! —gritó mi abuela.
La miré sin dar crédito. ?Dinero? Yo me había dejado los cuernos desde los dieciséis a?os para conseguir una beca tras otra. Durante los últimos seis a?os no había necesitado su ayuda; al contrario, colaboraba en casa todos los meses con el escaso sueldo que percibía de la compa?ía. Salario con el que ya no podía contar. Otro golpe que desmoronaba un poco más el castillo.
—?Maya? —me llamó mi abuelo. Alzó la mano y yo se la cogí. Me arrodillé a su lado y con la otra mano me palpó la mejilla—. ?Estás bien, cari?o?
—No la trates como si fuese una víctima. ?No ves que todo es culpa suya? Si me hubiera hecho caso como debía... ?Por el amor de Dios!, lo tenía al alcance de la mano. Unos meses más y lo habría logrado —rezongó ella con desprecio.
Apreté los pu?os y no pude contenerme.
—?A quién te refieres, a ti o a mí? ?Cuál de las dos lo habría conseguido?
Ella se quedó inmóvil y me fulminó con la mirada.
—?Cómo te atreves a insinuar algo así? Todo lo que he hecho ha sido por ti. Por tu potencial y talento. He sacrificado mi vida por ti, para darte la oportunidad de ser alguien, y lo estaba consiguiendo hasta que tú...
—Yo no hice nada —estallé al tiempo que me ponía de nuevo en pie. Mi abuelo me apretó la mano y susurró mi nombre para hacerme callar—. Un coche se saltó un semáforo y me pasó por encima. Deja de culparme.
—Las dos sabemos qué pasos te llevaron a ese momento. Solo tenías que hacer las cosas bien y seguir mis consejos, pero no... Tú no podías conformarte con la vida que tenías aquí. Preferías marcharte y ser una mediocre más en medio de la nada antes que convertirte en la prima ballerina assoluta. Bien, pues aquí tienes tu premio. ?Eres un fracaso, al igual que tu madre!
Los ojos se me llenaron de lágrimas. No era justo que me tratara de ese modo. Aunque, ?de qué me sorprendía? Ella había sido siempre así, agotadora, inconstante en su carácter y poco razonable. Vivir con ella era extenuante. Nunca tenía suficiente.
Desde muy peque?a, tuve que trabajar muy duro para complacerla, incapaz de soportar su desaprobación. Ella me llevaba al límite de mis posibilidades con una exigencia cruel y despiadada, mayor incluso que la de mis profesores más estrictos. Y seguía sin ser suficiente.
Nunca sentí su afecto, ni el amparo de su protección. Daba igual lo importante que fuese la meta o el logro que pudiera alcanzar, jamás me felicitaba o animaba, porque ser la mejor y seguir escalando hasta la cima era lo que se esperaba de mí. En cambio, no se cortaba a la hora de mostrar su desprecio si me equivocaba. Era implacable.
Yo nunca había sido su nieta, sino su proyecto. En ese momento, mirándola a los ojos, lo tuve más claro que nunca. Me había transformado en una marioneta asustadiza y obediente, que siempre acababa bajando la cabeza y volviendo al redil. Pensé en mi madre y, aunque mi cuerpo se rebelaba ante ese pensamiento, comprendí por qué huyó de aquella casa. Aunque en medio de esa huida también me abandonó a mí.
Me di cuenta de que estaba a punto de desmoronarme. Sin embargo, no pensaba darle esa satisfacción y, mucho menos, pedirle el perdón que me exigía con su mirada. Así que salí del salón sin decir nada más y me encerré en mi habitación.
Abrí la ventana para que entrara algo de aire y me senté en la cama.
Contemplé el póster de Maya Plisétskaya que colgaba de la pared. El día que nací me pusieron su nombre, presagio de lo que después sería mi vida. Ojalá también hubiera heredado su espíritu libre y salvaje. La voluntad para defenderme y ser solo yo.
Traté de evitarlo, pero el dolor, la tristeza y la amargura se apoderaron de mí. ?Qué iba a hacer ahora? Saqué el teléfono y marqué el número de Antoine. Tras varios tonos, saltó el contestador. Colgué y le envié un mensaje:
No ha ido bien.
Llámame cuando acabes, por favor.
Después le escribí a Matías:
?Estás?
?Cómo ha ido?
Me limpié las lágrimas con la mano y me sorbí la nariz.
Mal.
Te recojo dentro de treinta minutos.
?Y las clases?