Cuando no queden más estrellas que contar(12)
Me encaminé a la salida con paso rápido. No quería que nadie me viera llorar.
La música del segundo acto de Giselle brotaba de la sala de ensayo y podía oír la voz de Mar repitiendo los pasos para los bailarines. Noté que se me ponía la piel de gallina y el deseo de mirar dentro. No lo hice, mi corazón no se lo podía permitir.
Estaba a punto de alcanzar la salida cuando una mano se posó en mi hombro.
—Maya.
Su voz...
Empujé la puerta y salí sin mirar atrás.
—Maya, por favor —insistió Antoine.
Frené en seco y me di la vuelta. Lo miré a los ojos con una mezcla de desdén y hastío. Tenía unas profundas ojeras y el verde de sus iris no lucía como otros días. Solo llevaba un pantalón de algodón y unos calentadores, y su torso desnudo brillaba con una capa de sudor.
—?Qué? —le espeté.
—Lo siento.
—?Y qué sientes exactamente, llevar un mes liado con ella o que te haya pillado? —Sus ojos se abrieron por la sorpresa y lo supe, fue su confirmación—. ?Crees que soy idiota? Ayer no fue la primera vez.
él bajó la mirada, como si de verdad estuviera avergonzado.
—Te quiero —me dijo.
—Bonita forma de demostrarlo.
—Siento haberte hecho da?o. Sofía no significa nada para mí. Al principio, todo empezó como un juego. Nos seducíamos durante el baile, intentábamos encontrar algo de química entre nosotros porque parecíamos dos robots. No era como cuando tú y yo bailábamos. —Se pasó los dedos por el pelo, frustrado, y alzó la vista para mirarme a los ojos—. Se me fue de las manos y me arrepiento tanto... He sido un imbécil, Maya.
—?Esperas que me sienta mejor? Porque no es así.
—Perdóname, por favor. Déjame arreglarlo y compensarte por todo. No veré más a Sofía. Le pediré a Natalia que me cambie de compa?era, haré todo lo que quieras, pero... ?Perdóname!
—Lo siento, no puedo. Ya no confío en ti.
—Maya, por favor.
—No, se acabó, y espero por tu bien que no me hayas pegado nada. Por lo que vi ayer, ni siquiera te has preocupado de cuidarme un poco.
—Te juro que siempre he usado protección, no te haría eso. Ayer... Ayer solo...
—Ayer os estabais restregando el uno contra el otro como dos... —Suspiré agotada—. Da igual, me largo.
—Maya, no te vayas. Habla conmigo, lo solucionaremos.
—?No! Esto no se puede arreglar, y ?sabes qué? En el fondo es lo mejor que podía pasarme. Cortar de raíz con todo esto puede que me ayude a superarlo. Lo siento, Antoine, pero tú y yo hemos terminado.
—Cometí un error y no volverá a pasar. No puedo perderte.
—Haberlo pensado antes.
Me di la vuelta y comencé a alejarme.
—Maya... Maya, por favor.
Ignoré el ruego que impregnaba su voz y el hecho de que me seguía fuera del recinto.
Un autobús pasó por mi lado y se detuvo unos metros más adelante en una parada. Crucé sus puertas un segundo antes de que se cerraran. Con un nudo muy apretado en la garganta, recorrí el pasillo y me sujeté a una de las barras. Miré a través del cristal trasero y vi a Antoine en la acera, inmóvil, haciéndose peque?ito mientras yo me alejaba.
Me obligué a respirar, pero el aire se negaba a entrar en mis pulmones. Me estaba costando un mundo mantenerme entera y no desmoronarme entre esos desconocidos que me rodeaban, ajenos a mi existencia y el drama que se había apoderado de ella.
Fui directamente a casa, pese a que era el último lugar en el que quería estar. La tensión entre mi abuela y yo podía cortarse con un cuchillo. El ambiente que nos envolvía era pesado y asfixiante, y ni siquiera necesitaba dirigirme la palabra para hacerme sentir mal.
Abrí la puerta y entré, aún pensando en Antoine. No sabía muy bien cómo me sentía respecto a él. Me había enga?ado y habíamos roto después de un a?o juntos.
Se suponía que debía estar enfadada, triste, rota...
Sin embargo, me sentía...
En realidad, no sentía nada, y eso me desconcertaba.
Oí voces en el salón. Hablaban a un volumen muy bajo, pero ese cuchicheo no disimulaba que estaban discutiendo. Me asomé y vi a mis abuelos sentados en el sofá. Me sorprendió encontrarlos en esa actitud, porque ellos no solían discutir nunca. Se adoraban. Se entendían a la perfección. Se complementaban a su manera y siempre había sido así.
Ella era la ola que lo arrasaba todo y él, la espuma que la seguía.
Ella era el grito y él, el eco.
Ella le pedía que saltara y él solo preguntaba a cuánta altura.
Olga alzó la mirada, me vio y se puso en pie, dando por finalizada la conversación.
—Hola —saludé.
—Hola, cielo. ?Todo bien? —me preguntó él.
—Sí, voy a mi cuarto.
él asintió con la cabeza y forzó una sonrisa.