Cuando no queden más estrellas que contar(20)
—Lo dices como si las personas fuesen los actores de una obra y el destino, el director.
—Pues sí, por qué no. La vida real se compone de historias, unas entrelazadas con otras, y el mundo es el escenario. Así de sencillo, y así de complicado.
Sonreí y bajé la mirada hacia nuestras manos, que seguían unidas. A mí me parecía bastante complicado. Tragué saliva y alcé la vista.
—?De verdad piensas que esto es una se?al?
—Merece la pena averiguarlo, ?qué puedes perder?
Mientras miraba a Fiodora a los ojos, sentí una seguridad a la que no estaba acostumbrada. Una ligera ilusión abriéndose camino en mi pecho. Un deseo silenciado desde siempre: conocer a mi padre.
—No quiero hacerme ilusiones, podría no ser él.
—Podría no serlo. Pero ?y si lo es?
??Y si lo es??, pensé. ?Dejaría pasar la se?al? ?Agarraría los hilos de ese destino que parecía estar llamándome? ?Me convertiría en protagonista de mi historia o dejaría que las decisiones de otros continuaran dirigiéndome?
Una mano invisible me estrujó el corazón. Me asustaban todas las posibilidades.
Me despedí de Fiodora con dos besos colmados de gratitud y me dirigí a la parada del autobús sin dejar de pensar en ese chico que aparecía en las fotos con mi madre. Era tan evidente la confianza entre ellos. La comodidad con la que posaban abrazados... La complicidad que se reflejaba en sus ojos al mirarse...
Me pregunté qué les habría pasado para que ella nunca lo hubiera mencionado.
Quizá él se había asustado y la dejó tirada al saber que estaba embarazada.
Quizá era una persona incapaz de asumir su responsabilidad y pensar en nadie que no fuese él mismo. El mundo estaba plagado de ellas. Seres necios y egoístas.
Me obligué a frenar esos pensamientos negativos. Era posible que él no fuese nadie y yo ya lo estaba condenando sin ningún juicio.
Mientras esperaba, cogí mi teléfono y tecleé su nombre en Google. Aparecieron varios enlaces y fui pinchando en todos y cada uno de ellos. No encontré nada que pudiera ayudarme. Abrí Instagram. Quizá tuviera una cuenta.
El corazón se me aceleró al ver una decena de perfiles.
Comencé a revisarlos, hasta que uno llamó mi atención. Miré la foto de perfil y lo reconocí. Más mayor, más maduro, y con la sombra de una barba de pocos días que le endurecía los rasgos. Sin embargo, tenía los mismos ojos. Vivos, despiertos e infantiles. Tan parecidos a los míos que la idea de que pudiera ser real empezó a echar raíces en mi interior.
Resoplé al comprobar que la cuenta era privada. Sin embargo, bajo su nombre, había una breve información que me devolvió el aire:
GIULIO DASSORI
SCUOLA DI BALLETTO GISELLE
SORRENTO
Subí al autobús. Iba hasta arriba de viajeros y tuve que guardar el teléfono. Durante el trayecto, no dejaba de pensar en Giulio. Me preguntaba si esa escuela sería suya, si trabajaría allí. Si tendría familia. Esposa. Hijos. Mi mente era como una olla a presión a punto de explotar y no estaba acostumbrada a sentirme de ese modo. Fuera de control. Asustada. Libre. Porque ahora lo era, completamente libre, y no sabía qué hacer con esa libertad cuando toda mi vida había estado controlada por órdenes, rutinas y horarios que me decían qué hacer, cuándo y cómo.
Llegué a casa poco después de las once.
Mis abuelos y mi tío discutían en el salón. No habían hecho otra cosa durante los últimos tres días y siempre por algo relacionado conmigo.
Me escabullí por el pasillo y corrí a encerrarme en mi habitación. Pegada a la puerta, contemplé las paredes desnudas y los muebles vacíos. Ya no quedaba nada de mí en su interior, salvo una triste maleta, una bolsa de mano y un montón de ropa. Era la imagen más deprimente que había visto nunca. Casi tanto como la idea de que en pocas horas tendría que abandonar esa casa y aún no sabía adónde ir.
Me senté en la cama y volví a sacar el teléfono. Busqué la escuela de Giulio y encontré una cuenta pública con un montón de fotos. él no aparecía en ninguna.
Había una dirección y la memoricé.
Pensé en mi madre. Siempre se me hacía muy difícil hablar con ella. Sin embargo, en esta ocasión lo necesitaba. Marqué su número. Los tonos se sucedieron y acabó saltando el contestador. Dudé, pero acabé enviándole un mensaje.
Si supieras quién es mi padre,
me lo habrías dicho, ?verdad?
Al cabo de unos segundos, apareció en línea y el mensaje se marcó como leído. El corazón me dio un vuelco al ver que comenzaba a escribir. Se detuvo un momento, y volvió a teclear. De repente, dejó de estar en línea. Esperé y esperé, hasta que asumí que no iba a responder.
Un día, muchos a?os atrás, me juré que nada de lo que ella pudiera hacer, o no hacer, me causaría dolor. Nunca pude cumplir esa promesa. Aunque lograba sobrellevarlo sin que me afectara demasiado.